137
Camino de Vida n° 137 Necochea, 10 de febrero de 2011
Calendario litúrgico (textos y comentarios para cada día del año)
Te recordamos:
nos encontramos para escuchar la Palabra de nuestro Padre Dios
y celebrar la Memoria de la muerte y resurrección
de nuestro Maestro y Señor Jesucristo,
los sábados a las 20 en la Posta para Orar (22 y 51)
y los domingos a las 10 hs y a las 20 hs en nuestro templo parroquial (22 y 61)
nos encontramos para escuchar la Palabra de nuestro Padre Dios
y celebrar la Memoria de la muerte y resurrección
de nuestro Maestro y Señor Jesucristo,
los sábados a las 20 en la Posta para Orar (22 y 51)
y los domingos a las 10 hs y a las 20 hs en nuestro templo parroquial (22 y 61)
Para rumiar la Palabra |
Comentarios al Evangelio del domingo del P JOSÉ ANTONIO PAGOLA, vgentza@euskalnet.net
Comentarios a las lecturas de esta semana
Martirologio y efemérides latinoamericanos: 13.2.1976: Francisco Soares, del Movimiento de Sacedotes del Tercer Mundo, mártir de la justicia entre los pobres en El Tigre, Argentina. Asesinado a tiros. (leer más abajo)
13.2.1982: Santiago Miller, religioso lasallista norteamericano, mártir de la educación liberadora en la Iglesia indígena guatemalteca.
13.2.1989: Alejandra Bravo, médica mexicana, cuatro enfermeras y cinco heridos salvadoreños, asesinados en un hospital de campaña en Chalatenango, El Salvador.
SALMO RESPONSORIAL EVANGELIO del DOMINGO REFLEXIÓN sobre el EVANGELIO
Entender las leyes como Jesús. Archivado en Domingos ordinarios
Los judíos hablaban con orgullo de la Ley de Moisés. Era el mejor regalo que habían recibido de Dios. En todas las sinagogas la guardaban con veneración dentro de un cofre depositado en un lugar especial. En esa Ley podían encontrar cuanto necesitaban para ser fieles a Dios. Jesús, sin embargo, no vive centrado en la Ley. No se dedica a estudiarla ni a explicarla a sus discípulos. No se le ve nunca preocupado por observarla de manera escrupulosa. Ciertamente, no pone en marcha una campaña contra la Ley, pero ésta no ocupa ya un lugar central en su corazón.>> Sigue...Comentarios a las lecturas de esta semana
Martirologio y efemérides latinoamericanos: 13.2.1976: Francisco Soares, del Movimiento de Sacedotes del Tercer Mundo, mártir de la justicia entre los pobres en El Tigre, Argentina. Asesinado a tiros. (leer más abajo)
13.2.1982: Santiago Miller, religioso lasallista norteamericano, mártir de la educación liberadora en la Iglesia indígena guatemalteca.
13.2.1989: Alejandra Bravo, médica mexicana, cuatro enfermeras y cinco heridos salvadoreños, asesinados en un hospital de campaña en Chalatenango, El Salvador.
SALMO RESPONSORIAL EVANGELIO del DOMINGO REFLEXIÓN sobre el EVANGELIO
Hoy |
"Fue nuestro sacerdote, hermano y amigo" Escrito por Maribel Carrasco Lunes, 22 de Marzo de 2010
Aniversario del asesinato del Padre "Pancho"
A 34 años de su asesinato, el Padre Pancho continúa siendo un ejemplo, digno de recordar, de humildad, de voluntad de servicio y de lucha contra las injusticias en una sociedad que se caracteriza por la frivolidad y el individualismo. Consecuente con su discurso, con su obra y con la palabra de Dios que predicaba desde el púlpito, el Padre Pancho dedicó su vida a los pobres y su férreo compromiso le costó la vida. Su versículo preferido era: "Si el grano de trigo no muere, no puede dar fruto".
Francisco Soares nació el 27 de mayo de 1921 en San Pablo, Brasil, y en 1924, junto con sus padres y sus hermanos se traslada a Buenos Aires, instalándose en Santos Lugares. Los estudios primarios los cursó en Santos Lugares, en 1932 viaja a Caupolicán, Chile, para estudiar en la Escuela Apostólica y seis años después, parte a Francia para iniciar el Noviciado y para estudiar Filosofía y Retórica Superior. Más tarde, en 1942, inicia los estudios superiores de Sagrada Teología en Vizcaya, España, y los termina en Villa Devoto. Finalmente, el 8 de julio de 1945, es ordenado sacerdote, y entre 1949 y 1953, da sus primeros pasos en las Parroquias San Martín de Tours y Nuestra Señora de las Mercedes de Barrancas de Belgrano.
En 1953 es nombrado guía y maestro de novicios en Los Andes, Chile, y en 1958, ingresa al monasterio Gran Trapa de Orne de Francia. En 1959, por la orden a la que pertenecía, la de los Padres Asuncionistas, es nombrado Superior y Párroco de Valparaíso en Nuestra Señora de Lourdes, un santuario prominente, con miles de feligreses, escuelas y empleados, pero el Padre Pancho decide abandonar esta orden y dedicarse a trabajar por los más pobres. Esta decisión cambiaría el rumbo de su vida y lo llevaría a los barrios humildes de la zona norte del Conurbano Bonaerense.
"El se había hecho uno más entre nosotros"
En 1963, el Padre Pancho se nacionaliza argentino, se integra a la Diócesis de San Isidro y el obispo Monseñor Antonio María Aguirre lo designa "Capellán de los Barrios de Emergencia de Carupá (Tigre) y de Villa Adalguisa (San Fernando)". Estuvo en un primer momento asignado a la zona de San Fernando y en 1966 se instaló definitivamente en Carupá, cuya capellanía se había creado tres años antes.
El Padre Pancho atendía los barrios de Carupá, Villa Barragán, Villa Alte. Brown, Los Tábanos, Villa del Rosario de San Fernando y otros. Vivía de manera humilde en una casa sencilla de madera al lado de la capilla, y desde allí trabajó por los más necesitados, se fue ganando el cariño y el respeto de la gente y supo compartir momentos de tristeza y de alegría como casamientos, bautismos y cenas familiares. "El se había hecho uno más entre nosotros, era tan sencillo… Veías su bicicleta en la villa y sabías que ahí estaba Pancho y no te llamaba la atención" relata una de las vecinas que lo conoció.
Además de su labor sacerdotal, el Padre Pancho generó emprendimientos productivos en los que trabajaba como un obrero más. Instaló un taller en el que se fabricaban plantillas y creó la cooperativa Comunidad Juan XXIII que producía baldosas. Asimismo para mejorar su sustento, traducía libros en francés y llevaba la contaduría del Supermercado Sarmiento.
Una madrugada trágica
El Padre Pancho no era indiferente al entorno de violencia que había en aquella época, no toleraba las injusticias y las denunciaba, y asumir una actitud de compromiso implicaba un gran riesgo. Poco antes de su asesinato había participado en el entierro de tres delegados sindicales del astillero Astarsa, que habían sido secuestrados y asesinados por reclamar mejoras laborales.
En la madrugada del 13 de febrero de 1976, un grupo armado de ultraderecha irrumpió en su casa, ubicada al lado de la capilla Nuestra Señora de Carupá, y lo asesinó impunemente. Su hermano Arnoldo, que estaba con él, fue herido y murió meses más tarde luego de una larga agonía.
Los vecinos escucharon los ruidos, se acercaron y encontraron al Padre Pancho muerto en su casa. A pesar del miedo reinante los vecinos se organizaron y los restos del Padre Pancho fueron velados en la capilla mientras la gente del barrio se acercaba a despedirlo. Monseñor Aguirre celebró una misa junto con 35 sacerdotes y el ataúd fue llevado desde la Capilla de Carupá hasta el Cementerio de Tigre. Aparentemente años después, los familiares del Padre Pancho lo trasladaron a un cementerio de San Martín y más tarde por falta de pago, los restos fueron pasados a una fosa común.
Acto homenaje en la Parroquia Nuestra Señora de Carupá
El pasado 13 de febrero, se realizó en la Parroquia Nuestra Señora de Carupá, un acto homenaje al Padre Pancho en el que pasaron dos vídeos sobre la vida del sacerdote, se compartieron testimonios de vecinos que lo conocieron y más tarde el Obispo Monseñor Jorge Casaretto ofició una misa en su memoria. Con la presencia de numerosos vecinos, el encuentro fue muy emotivo y fue una señal de que su recuerdo en Tigre sigue vivo. "Fue nuestro sacerdote, hermano y amigo", manifestó un vecino. Esta frase resume el sentimiento de todos aquellos que compartieron sus penas y alegrías con el Padre Pancho y que todavía hoy lamentan la injusticia de su muerte.
En la Parroquia, desde el 2001, hay un pequeño museo con objetos del Padre Pancho que los vecinos fueron entregando, y continúan buscando fotos y testimonios para recopilar.
Por la Ordenanza N° 2043 del año 1998, la calle conocida como "Catamarca" pasó a llamarse "Padre Francisco Pancho Soares".
"13 de febrero, de allí a la eternidad" - Poesía de Olga Luccioni
"Pancho Soares, sacerdote, mártir, cirineo
quisiste llevar en tus frágiles hombros, la cruz
de tus hermanos, pobres y sufrientes,
heridos por la injusticia de una sociedad cobarde.
El Señor te llamó, y acudiste y aceptaste
dejar los cómodos salones y las amplias aulas;
tus puras manos cambiaron la tersura de los libros
y se llagaron en el trabajo duro y solidario.
Carupá te vio recorrer sus calles polvorientas
y tus pasos imprimieron en el barro
las huellas evangélicas de quien
sembraba eternidades en esa historia diaria.
Apóstol de la paz, guerrero ante la lucha
contra el oprobio de hermanos oprimidos,
permaneciendo al lado de quienes no tenían
"otro pan que sus lágrimas"... y con ellos llorabas.
Pero aún tenía que llegar el tiempo feroz
de las muertes sin sentido, para quienes
sólo reclamaban sus derechos de hijos de Dios
y el sustento de sus hijos, y allí estabas de pie.
Y no tuviste miedo, proclamando los Bienaventuranzas,
que los insensatos soberbios tomaron como proclamas subversivas;
pobres necios, valientes sólo con armas en las manos,
temblaron de pavor ante tu humildad y tus verdades.
Entonces buscaron las sombras, cómplices de los tenebrosos,
y te hallaron en tu humilde casilla, orando al Señor
con un Cristo en la cruz sobre tu pecho enfermo,
y creyeron acallarte con la vileza de las balas.
Fiel hasta las últimas consecuencias,
Pancho, hijo del hombre, cirineo y mártir, consagrado;
tu sangre inocente fertilizó la tierra que abrazaste;
estás en nuestras almas, alentándonos a continuar tu ejemplo.
Grano de trigo triturado, cáliz amargo, pan sagrado,
entrega feliz en cada Eucaristía, a imitación de Cristo,
testimonio valioso de aquel aceptado sacrificio,
cantando desde el cielo..."no hay mayor amor que dar la vida".
"Cuando nada te basta" - Harold Kushner
CUATRO Cuando el sentimiento duele demasiado
Trato de recrear la imagen de nuestro mundo devuelta por un espejo, un mundo idéntico pero contrastante, como el negativo de una foto o un paisaje que se refleja en un lago. Habría en ese mundo un sabio como Eclesiastés, pero lo contrario de él. Ese hombre también nos relataría la historia de su frustrante afán por hallar sentido a la vida en el segundo acto de su existencia. Pero si bien Eclesiastés trató de encontrarlo en la riqueza, el placer y la sabiduría, su mellizo del otro mundo lo buscaría en la pobreza, el dolor y el rechazo de la erudición.
El Eclesiastés de nuestro mundo procuró darle valor a su vida luchando por conseguir dinero y poder, y sufrió la desilusión de quedar aislado de sus semejantes, de verlos como competidores, como obstáculos que le impedían alcanzar el éxito. ¿No estaría uno tentado de seguir exactamente el camino contrario, de buscar un sentido trascendente de la vida prescindiendo de los bienes materiales, renunciando a la riqueza y el poder? De hecho, algunos lo han sugerido. En los monasterios cristianos y budistas se instaba a los monjes a llevar una vida de voluntaria pobreza y humillación, para escapar de la corrupción que entraña el afán de acumular dinero.
Hace aproximadamente un siglo, el gran filósofo y psicólogo norteamericano William James sostuvo que el modo de alcanzar la felicidad en la vida nos exige la privación. Afirmaba que las guerras se libraban no tanto por motivos militares como psicológicos, porque en todas las épocas el hombre ha experimentado la necesidad de poner a prueba su coraje y su virilidad. En su ensayo "El Equivalente Moral de la Guerra", James insinúa que las personas podrían alcanzar la misma meta de una manera menos destructiva practicando por propia voluntad la privación y el sacrificio, compitiendo para ver quién logra prescindir de más comodidades, quién soporta más la adversidad.
El más claro ejemplo de cómo se puede buscar el sentido de la vida renunciando a los placeres fue Mahatma Gandhi, el padre espiritual de la India moderna. Cuando se entregó a la causa de la independencia de su pueblo, dejó de usar su atuendo de abogado, se puso una austera túnica de tela blanca y comenzó a vivir y comer con sencillez. (En una oportunidad dijo que quién comía más de lo indispensable para subsistir estaba privando a otro de su alimento, y el que tenía más ropa que la necesaria para cubrirse se la estaba robando a algún semejante.)
Sin embargo, en el siglo transcurrido desde que aparecieron los escritos de William James, ha habido más guerras que nunca, con su consiguiente número de víctimas. La idea de demostrar el coraje viril renunciando a los placeres materiales no se ha popularizado como sustituto de la lucha. Hasta los jóvenes que desertaron de la universidad y de las empresas de sus familias en la década de 1960 como modo de protesta contra el énfasis que ponían sus padres en el éxito material se han reintegrado a una carrera competitiva, aunque diversa. Las hipotecas y las responsabilidades familiares producen ese efecto sobre las personas. El único símbolo que subsiste del rechazo por el cómodo estilo de vida de sus padres es que todavía prefieren los autos con caja de cambios y no con transmisión automática.
Las órdenes monásticas occidentales cada vez reclutan menos adeptos que estén dispuestos a llevar esa vida, y en la India muy pocos han seguido la senda de Gandhi. (Lo cual no me parece mal. Leer la biografía psicológica de Gandhi es encontrarnos con la grandeza espiritual del hombre, pero al mismo tiempo descubrir la sensación de culpa y de ser indigno que lo atormentaba, llevándolo a castigarse por medio del hambre y la privación. Los grandes hombres tienen derecho a exhibir peculiaridades dignas de su estatura, y podemos admirar a Gandhi por sus logros y su espiritualidad, sin tener que aceptar sus opiniones respecto de la comida, el sexo y el confort como guía para nuestra propia búsqueda.)
El Eclesiastés de nuestro mundo procuró darle valor a su vida luchando por conseguir dinero y poder, y sufrió la desilusión de quedar aislado de sus semejantes, de verlos como competidores, como obstáculos que le impedían alcanzar el éxito. ¿No estaría uno tentado de seguir exactamente el camino contrario, de buscar un sentido trascendente de la vida prescindiendo de los bienes materiales, renunciando a la riqueza y el poder? De hecho, algunos lo han sugerido. En los monasterios cristianos y budistas se instaba a los monjes a llevar una vida de voluntaria pobreza y humillación, para escapar de la corrupción que entraña el afán de acumular dinero.
Hace aproximadamente un siglo, el gran filósofo y psicólogo norteamericano William James sostuvo que el modo de alcanzar la felicidad en la vida nos exige la privación. Afirmaba que las guerras se libraban no tanto por motivos militares como psicológicos, porque en todas las épocas el hombre ha experimentado la necesidad de poner a prueba su coraje y su virilidad. En su ensayo "El Equivalente Moral de la Guerra", James insinúa que las personas podrían alcanzar la misma meta de una manera menos destructiva practicando por propia voluntad la privación y el sacrificio, compitiendo para ver quién logra prescindir de más comodidades, quién soporta más la adversidad.
El más claro ejemplo de cómo se puede buscar el sentido de la vida renunciando a los placeres fue Mahatma Gandhi, el padre espiritual de la India moderna. Cuando se entregó a la causa de la independencia de su pueblo, dejó de usar su atuendo de abogado, se puso una austera túnica de tela blanca y comenzó a vivir y comer con sencillez. (En una oportunidad dijo que quién comía más de lo indispensable para subsistir estaba privando a otro de su alimento, y el que tenía más ropa que la necesaria para cubrirse se la estaba robando a algún semejante.)
Sin embargo, en el siglo transcurrido desde que aparecieron los escritos de William James, ha habido más guerras que nunca, con su consiguiente número de víctimas. La idea de demostrar el coraje viril renunciando a los placeres materiales no se ha popularizado como sustituto de la lucha. Hasta los jóvenes que desertaron de la universidad y de las empresas de sus familias en la década de 1960 como modo de protesta contra el énfasis que ponían sus padres en el éxito material se han reintegrado a una carrera competitiva, aunque diversa. Las hipotecas y las responsabilidades familiares producen ese efecto sobre las personas. El único símbolo que subsiste del rechazo por el cómodo estilo de vida de sus padres es que todavía prefieren los autos con caja de cambios y no con transmisión automática.
Las órdenes monásticas occidentales cada vez reclutan menos adeptos que estén dispuestos a llevar esa vida, y en la India muy pocos han seguido la senda de Gandhi. (Lo cual no me parece mal. Leer la biografía psicológica de Gandhi es encontrarnos con la grandeza espiritual del hombre, pero al mismo tiempo descubrir la sensación de culpa y de ser indigno que lo atormentaba, llevándolo a castigarse por medio del hambre y la privación. Los grandes hombres tienen derecho a exhibir peculiaridades dignas de su estatura, y podemos admirar a Gandhi por sus logros y su espiritualidad, sin tener que aceptar sus opiniones respecto de la comida, el sexo y el confort como guía para nuestra propia búsqueda.)
Al sentirse libre para hacer su voluntad, el Eclesiastés de nuestro mundo se dedicó a perseguir el placer. Miles de años más tarde Freud iba a sugerir que la vida de una persona sana giraba en torno de la búsqueda del placer. El sostiene que gran parte de la conducta humana, como también la de otras criaturas vivientes, está marcada por el esfuerzo por aumentar el gozo y reducir el sufrimiento. Obramos de otra forma que los animales sólo porque la idea que tenemos de lo placentero
—y de lo que no lo es— difiere de la de ellos. Así, Eclesiastés se abandonó al alcohol, las mujeres y las diversiones hasta que se dio cuenta de lo hueca que era su existencia. La diversión puede ser el postre de la vida, pero nunca el plato principal. De vez en cuando es agradable entretenerse un poco apartándose de la rutina cotidiana, pero si eso fuera lo único que hiciéramos a diario, nos resultaría un fundamento demasiado frívolo como para asentar sobre él nuestra vida.
Pienso en tantos compañeros míos de la escuela secundaria a quienes envidiaba porque su vida me parecía mucho más divertida que la mía: los que hacían deportes, los que tenían facilidad de palabra, los primeros en iniciar noviazgos formales. En aquella época me daba la impresión de que su vida era una fiesta continua, una diversión detrás de otra. Ni ellos ni yo sabíamos en aquel entonces que una vida de placer constante en los años juveniles inevitablemente conduce a la frustración con posterioridad. Quedan habilidades sin adquirir, hábitos que no se crean, lecciones acerca del mundo real que no se aprenden nunca si en esos años todo nos sale bien.
¿Nunca te has fijado en esas personas que, por el hecho de haber sufrido una enfermedad relativamente grave en la infancia, de ahí en adelante cuidan mucho su salud? ¿O cómo, el haber padecido estrecheces económicas le enseña a uno a cuidar el centavo? ¿O cómo los sufrimientos de la adolescencia sirven para que uno se vuelva sensible y compasivo? Siguiendo la línea de pensamiento de Jung cuando afirma que "sólo el médico herido es capaz de curar", ¿cómo puede un joven a quien todo le ha resultado fácil aprender que es imprescindible tener paciencia, trabajar con afán y tolerar los errores de los demás? Tal vez sea por eso que los más talentosos jugadores de fútbol no son luego buenos entrenadores: no saben enseñar a otros la forma de lograr lo que para ellos fue tan sencillo. La persona a la que todo le salió bien y sin esfuerzo en su juventud, ¿alguna vez aprenderá lo importante que es la disciplina y el postergar las gratificaciones?
Qué triste es que alguien haya vivido su momento de esplendor en la escuela secundaria, y que a partir de entonces todo se haya desbarrancado cuesta abajo.
Recuerdo a una mujer de mi templo que, hace algunos años, pudo salir de un matrimonio desastroso. Era joven, bonita, tenía un buen empleo, pero quedó tan afectada en el plano emocional, que no quería apresurarse a iniciar otra relación. Desde hace un tiempo lleva una vida de soltera sin compromisos. Hoy en día, después de beber su tercer café de la mañana, y frente a un cenicero rebosante de colillas, me confiesa: "Sé que muchas mujeres me envidian porque voy a fiestas, salgo de vacaciones, no tengo responsabilidades. Ojalá pudiera hacerles entender cuánto las envidio yo a ellas. Ojalá supieran que toda esta diversión muy pronto se vuelve insulsa, a tal punto que uno emprende actividades que no le agradan sólo por hacer algo. Con gusto cambiaría todo esto con tal de oír la puerta de un auto que se cierra frente a casa, y pasos familiares que suben de noche por la escalera."
Si la búsqueda del placer que emprendió Eclesiastés no lo dejó satisfecho —como un copo de nieve que es tan bello cuando cae a la tierra pero desaparece en el instante en que tratamos de tomarlo con la mano-, ¿qué camino podría seguir el sabio de nuestro mundo imaginario? ¿Existe la posibilidad de que encuentre el sentido de la vida tratando deliberadamente de sufrir? Por extraño que parezca muchas personas adoptan precisamente esta actitud. Su lamento, como el de Fausto, es: "Quiero saber que he vivido", y la respuesta que reciben: "La única vida digna es la del sufrimiento y el sacrificio, el único modo de ser feliz es no vivir para uno mismo, sino para los demás". Conozco a algunas personas que asumieron el papel de mártires (o se las ingeniaron para que les fuera asignado) dentro del ámbito de la familia o el trabajo, que parecen no tener deseos propios salvo cumplir con la voluntad de otros. Se los ve a gusto sólo cuando alguien los explota o se aprovecha de ellos. Esto se da con frecuencia entre las esposas de alcohólicos, drogadictos o jugadores empedernidos. También entre personas de ambos sexos cuyos cónyuges les infligen malos tratos físicos o psicológicos, que las castigan con los puños o de palabra. (Una vez fui a visitar a una mujer de mi feligresía que quería conversar sobre sus problemas matrimoniales. Me convidó con el peor café que haya probado en mi vida, una cucharadita de polvo instantáneo mezclado con agua tibia del grifo, y procedió a contarme los conflictos que tenía con el marido mientras yo fingía beber sorbos del brebaje. "Siempre me está denigrando. Lo que yo hago nunca está bien para él. Ya no soporto que me critique. Creo que si llego a oír otra palabra de crítica me suicido. ¿Qué tal está el café, rabino? ¿Quiere otra tacita?")
Esas personas se caracterizan por una falta casi total de autoestima. Piensan que no tienen derecho a hacer nada sólo porque les complace, sino que deben someterse a cumplir con los deseos de otros. A lo mejor en su juventud alguien les enseñó —sus padres, o incluso sus maestros de religión— que no valían nada, y han llegado a creer que el único modo de justificar su existencia es convirtiéndose en un felpudo, para que los demás lo pisoteen. Aparentan estar tristes por lo que tienen que sufrir, pero al mismo tiempo se resignan y no hacen nada por cambiar su situación. Es como si creyeran que merecen padecer.
Con frecuencia hemos oído que la religión propicia el sufrimiento. Se le dice a los hombres que es "la cruz que deben cargar", la voluntad de Dios o el castigo que ellos mismos se han buscado con sus pecados. Se aconseja entonces amar el dolor, y hay quienes se empeñan en acatar este precepto.
Estos casos son relativamente raros, desde luego; son una forma extrema de manifestar un fenómeno mucho más habitual: la actitud de la persona que no se considera digna de vivir rodeada de comodidades. Este es uno de los puntos más paradójicos de la modalidad norteamericana. Por un lado satisfacemos todos nuestros apetitos. Despilfarramos gran parte de los recursos energéticos mundiales para darnos calor en invierno y estar más frescos en verano, mucho más de lo necesario. Equipamos nuestros autos con más lujos de los que pueden permitirse otros pueblos en sus propias casas (mullidas butacas, aire acondicionado, música estereofónica). Nos gusta comer, vestirnos y vivir bien. Pero al mismo tiempo, como somos hijos espirituales de los puritanos que se afincaron en estas costas, sentimos un enorme cargo de conciencia al disfrutar de tanto confort. Dentro de nosotros una voz nos susurra que no está bien llevar un vida tan regalada, y que debemos expiar esa culpa.
Para los puritanos, la vida era seria y triste, y siempre estaba el pecado al acecho tratando de alejar al hombre de la buena senda. Fue así como dictaron leyes que prohibían reírse el domingo, día del Señor. Su mayor diversión era ir a la iglesia, sentarse en duros bancos de madera y escuchar interminables sermones acerca de los tormentos del infierno. (Alguien definió alguna vez al puritano como la persona que aboliría las corridas de toros, pero no porque causen sufrimiento al toro, sino porque dan placer a los espectadores.)
Nosotros los norteamericanos hemos heredado estas dos tendencias y nunca aprendimos a conciliarlas. Tenemos períodos de darnos los gustos, sentir culpa y luego castigar nuestro cuerpo para compensar. Comemos en exceso y luego nos ponemos a dieta. Vamos en auto hasta el buzón, que nos queda a dos cuadras, y después buscamos un gimnasio donde poder hacer algo de ejercicio. Es como si sintiéramos una compulsión interior a mortificarnos por el "pecado" de tener comodidad. ¿Por qué una joven que lleva menos de un año de casada y adora a su marido tiene tanto problema en disfrutar del acto sexual? ¿Por qué no puede olvidar las advertencias que le hacía la madre cada vez que salía con un muchacho? ¿Por qué no logra superar la sensación de culpa cada vez que vive una experiencia placentera? ¿Por qué un ejecutivo de cuarenta y cuatro años sale de la pileta del hotel de Florida para llamar a su oficina dos veces por día? ¿Por qué le remuerde la conciencia el mero hecho de disfrutar de unas vacaciones y por qué su esposa vive quejándose de la comida de ese hotel de lujo? ¿Por qué otro hombre, que nació en Europa, llegó a este país de niño y ahora es un próspero empresario, hace abultadas donaciones a cualquier obra de beneficencia que se promocione con la foto de un chico hambriento? ¿Acaso todos creemos en lo más íntimo que está muy mal sentirse bien, que ninguna cosa placentera puede durar porque no la merecemos?
Creo que muchos buscan mortificarse como compensación por el placer y el confort de sus vidas. Yo en una época hacía aerobismo hasta que un día tuve una distensión en la rodilla. Todas las mañana salía a correr entre cinco y siete kilómetros, con una remera que llevaba impresa una cita bíblica, Isaías 40,31, en la espalda. ("Los que esperan a Jehová adquirirán nuevas fuerzas; se remontarán con alas como águilas; correrán y no se cansarán; caminarán y no desfallecerán". No me sirvió de nada.) Miraba por las calles a otros aerobistas con el cuerpo brilloso de sudor, los ojos fijos hacia adelante, y en sus rostros la misma expresión de determinación queseguramente ellos veían en mí. No había en nosotros nada de la espontaneidad exuberante que despliegan los niños al jugar, ni la gracia del verdadero atleta. Trotábamos con un empecinamiento implacable, casi como de penitencia religiosa. Recuerdo que cuando mi cuerpo se quejaba, yo lo animaba a proseguir diciéndome: "He cometido el pecado de ser complaciente con mi cuerpo. Anduve en auto en vez de caminar. Comí y bebí en exceso. Me he vuelto demasiado sedentario. Por consiguiente, para expiar mis culpas, me mortifico con el aerobismo, me someto a los aparatos de gimnasia, y cuando ya no aguanto el dolor, siento que mi cuerpo ha sido convenientemente sancionado por los gozos experimentados". (Nótese la separación que establecía entre el cuerpo —que debía sufrir por sus pecados— y el espíritu que lo juzga y lo condena). En los gimnasios de todo el país es muy habitual ver cartelitos que rezan: "Sin dolor no se gana nada", o "Si no le duele es que no lo está haciendo bien". Contradecimos a Freud no sólo al recibir de buen grado el sufrimiento sino al buscarlo expresamente, por placer.
La ambivalencia puede ser incluso más profunda, una de las brechas fundamentales que parten el alma de Occidente. Nuestra civilización proviene de dos raíces, la griega y la judeocristiana. Al igual que todos los pueblos anteriores al judaísmo bíblico y al surgimiento del cristianismo, los griegos eran paganos. El paganismo era algo ms que simplemente adorar a muchos dioses. Era la deificación de la naturaleza, el considerar divino cualquier fenómeno natural. Para los paganos, - Dios se manifestaba en la lluvia, en las cosechas, en los ciclos del sol y las estaciones, y en la forma y fertilidad del cuerpo humano. En el fondo, los dioses paganos eran amuletos para la fertilidad o para hacer llover. Trazando un paralelo entre la lluvia que fertiliza un campo y el semen masculino que vuelve fértil a una mujer, los paganos organizaban desenfrenadas orgías en la primavera para fomentar el crecimiento de los cultivos y el nacimiento de muchos bebés. En el otoño había más orgías para expresar gratitud por las cosechas, y a veces en ocasión del solsticio invernal para dar más tuerza al tenue sol del invierno. (Yo supongo que, cuando se quiere realizar orgías, cualquier excusa vale.) La Biblia describe con desagrado la prostitución del culto en los templos de Baal, el dios cananeo de la lluvia.
En su forma más sofisticada como la de la Grecia antigua, el paganismo se expresaba en la adoración por la belleza y la simetría, que nos legó la arquitectura del Partenón, las deslumbrantes estatuas de cuerpos femeninos y masculinos, y una cosmovisión que siglos más tarde traduciría Keats en su Sobre una urna griega:"La belleza es verdad; la verdad belleza;
y eso es cuanto en la Tierra sabéis, y otro saber no os falta." Pero la belleza no es necesariamente la verdad. Una persona hermosa puede ser egoísta, vanidosa, desleal. Un bello edificio puede ser un antro de corrupción. La Biblia rechazó la idea de que la naturaleza era divina y la belleza era la verdad: sólo la rectitud es la verdad. El Libro de los Proverbios nos advierte que "el favor es engañoso y la hermosura es una vanidad, pero la mujer que teme a Jehová es la que será alabada" (31,30). La naturaleza no es divina. Es parte de la creación de Dios, y al igual que el resto de su obra, puede ser bien o mal usada.
Podemos remontar el rechazo bíblico del paganismo hasta el Paraíso terrenal, cuando Eva ve la fruta prohibida como "algo bueno para comer y un placer para los ojos", y cede a su apetito sin tomar en cuenta su propio sentido del bien y del mal. Si tuviera que resumir en una sola frase la tónica moral de la Biblia, diría: "No hagas lo que tienes ganas de hacer sino lo que el Señor te pide". La moral sexual bíblica, las normas de ayuno de los hebreos, el acento que se pone en la caridad para con los pobres, son todos esfuerzos para enseñar al hombre a superar sus "instintos naturales". Hasta el día de hoy, los judíos se abstienen de la comida, la bebida y el sexo en Yom Kippur, el Día del Perdón, no para castigarse por sus propios pecados ni para que Dios se apiade de ellos, sino como símbolo de la capacidad que tiene el hombre de dominar sus instintos. Los animales rechazan la comida en mal estado; pueden dejar de comer o de aparearse por temor al castigo, pero no pueden abstenerse por propia voluntad. Sólo los humanos (y a veces pienso que no todos) son capaces de hacerlo.
—y de lo que no lo es— difiere de la de ellos. Así, Eclesiastés se abandonó al alcohol, las mujeres y las diversiones hasta que se dio cuenta de lo hueca que era su existencia. La diversión puede ser el postre de la vida, pero nunca el plato principal. De vez en cuando es agradable entretenerse un poco apartándose de la rutina cotidiana, pero si eso fuera lo único que hiciéramos a diario, nos resultaría un fundamento demasiado frívolo como para asentar sobre él nuestra vida.
Pienso en tantos compañeros míos de la escuela secundaria a quienes envidiaba porque su vida me parecía mucho más divertida que la mía: los que hacían deportes, los que tenían facilidad de palabra, los primeros en iniciar noviazgos formales. En aquella época me daba la impresión de que su vida era una fiesta continua, una diversión detrás de otra. Ni ellos ni yo sabíamos en aquel entonces que una vida de placer constante en los años juveniles inevitablemente conduce a la frustración con posterioridad. Quedan habilidades sin adquirir, hábitos que no se crean, lecciones acerca del mundo real que no se aprenden nunca si en esos años todo nos sale bien.
¿Nunca te has fijado en esas personas que, por el hecho de haber sufrido una enfermedad relativamente grave en la infancia, de ahí en adelante cuidan mucho su salud? ¿O cómo, el haber padecido estrecheces económicas le enseña a uno a cuidar el centavo? ¿O cómo los sufrimientos de la adolescencia sirven para que uno se vuelva sensible y compasivo? Siguiendo la línea de pensamiento de Jung cuando afirma que "sólo el médico herido es capaz de curar", ¿cómo puede un joven a quien todo le ha resultado fácil aprender que es imprescindible tener paciencia, trabajar con afán y tolerar los errores de los demás? Tal vez sea por eso que los más talentosos jugadores de fútbol no son luego buenos entrenadores: no saben enseñar a otros la forma de lograr lo que para ellos fue tan sencillo. La persona a la que todo le salió bien y sin esfuerzo en su juventud, ¿alguna vez aprenderá lo importante que es la disciplina y el postergar las gratificaciones?
Qué triste es que alguien haya vivido su momento de esplendor en la escuela secundaria, y que a partir de entonces todo se haya desbarrancado cuesta abajo.
Recuerdo a una mujer de mi templo que, hace algunos años, pudo salir de un matrimonio desastroso. Era joven, bonita, tenía un buen empleo, pero quedó tan afectada en el plano emocional, que no quería apresurarse a iniciar otra relación. Desde hace un tiempo lleva una vida de soltera sin compromisos. Hoy en día, después de beber su tercer café de la mañana, y frente a un cenicero rebosante de colillas, me confiesa: "Sé que muchas mujeres me envidian porque voy a fiestas, salgo de vacaciones, no tengo responsabilidades. Ojalá pudiera hacerles entender cuánto las envidio yo a ellas. Ojalá supieran que toda esta diversión muy pronto se vuelve insulsa, a tal punto que uno emprende actividades que no le agradan sólo por hacer algo. Con gusto cambiaría todo esto con tal de oír la puerta de un auto que se cierra frente a casa, y pasos familiares que suben de noche por la escalera."
Si la búsqueda del placer que emprendió Eclesiastés no lo dejó satisfecho —como un copo de nieve que es tan bello cuando cae a la tierra pero desaparece en el instante en que tratamos de tomarlo con la mano-, ¿qué camino podría seguir el sabio de nuestro mundo imaginario? ¿Existe la posibilidad de que encuentre el sentido de la vida tratando deliberadamente de sufrir? Por extraño que parezca muchas personas adoptan precisamente esta actitud. Su lamento, como el de Fausto, es: "Quiero saber que he vivido", y la respuesta que reciben: "La única vida digna es la del sufrimiento y el sacrificio, el único modo de ser feliz es no vivir para uno mismo, sino para los demás". Conozco a algunas personas que asumieron el papel de mártires (o se las ingeniaron para que les fuera asignado) dentro del ámbito de la familia o el trabajo, que parecen no tener deseos propios salvo cumplir con la voluntad de otros. Se los ve a gusto sólo cuando alguien los explota o se aprovecha de ellos. Esto se da con frecuencia entre las esposas de alcohólicos, drogadictos o jugadores empedernidos. También entre personas de ambos sexos cuyos cónyuges les infligen malos tratos físicos o psicológicos, que las castigan con los puños o de palabra. (Una vez fui a visitar a una mujer de mi feligresía que quería conversar sobre sus problemas matrimoniales. Me convidó con el peor café que haya probado en mi vida, una cucharadita de polvo instantáneo mezclado con agua tibia del grifo, y procedió a contarme los conflictos que tenía con el marido mientras yo fingía beber sorbos del brebaje. "Siempre me está denigrando. Lo que yo hago nunca está bien para él. Ya no soporto que me critique. Creo que si llego a oír otra palabra de crítica me suicido. ¿Qué tal está el café, rabino? ¿Quiere otra tacita?")
Esas personas se caracterizan por una falta casi total de autoestima. Piensan que no tienen derecho a hacer nada sólo porque les complace, sino que deben someterse a cumplir con los deseos de otros. A lo mejor en su juventud alguien les enseñó —sus padres, o incluso sus maestros de religión— que no valían nada, y han llegado a creer que el único modo de justificar su existencia es convirtiéndose en un felpudo, para que los demás lo pisoteen. Aparentan estar tristes por lo que tienen que sufrir, pero al mismo tiempo se resignan y no hacen nada por cambiar su situación. Es como si creyeran que merecen padecer.
Con frecuencia hemos oído que la religión propicia el sufrimiento. Se le dice a los hombres que es "la cruz que deben cargar", la voluntad de Dios o el castigo que ellos mismos se han buscado con sus pecados. Se aconseja entonces amar el dolor, y hay quienes se empeñan en acatar este precepto.
Estos casos son relativamente raros, desde luego; son una forma extrema de manifestar un fenómeno mucho más habitual: la actitud de la persona que no se considera digna de vivir rodeada de comodidades. Este es uno de los puntos más paradójicos de la modalidad norteamericana. Por un lado satisfacemos todos nuestros apetitos. Despilfarramos gran parte de los recursos energéticos mundiales para darnos calor en invierno y estar más frescos en verano, mucho más de lo necesario. Equipamos nuestros autos con más lujos de los que pueden permitirse otros pueblos en sus propias casas (mullidas butacas, aire acondicionado, música estereofónica). Nos gusta comer, vestirnos y vivir bien. Pero al mismo tiempo, como somos hijos espirituales de los puritanos que se afincaron en estas costas, sentimos un enorme cargo de conciencia al disfrutar de tanto confort. Dentro de nosotros una voz nos susurra que no está bien llevar un vida tan regalada, y que debemos expiar esa culpa.
Para los puritanos, la vida era seria y triste, y siempre estaba el pecado al acecho tratando de alejar al hombre de la buena senda. Fue así como dictaron leyes que prohibían reírse el domingo, día del Señor. Su mayor diversión era ir a la iglesia, sentarse en duros bancos de madera y escuchar interminables sermones acerca de los tormentos del infierno. (Alguien definió alguna vez al puritano como la persona que aboliría las corridas de toros, pero no porque causen sufrimiento al toro, sino porque dan placer a los espectadores.)
Nosotros los norteamericanos hemos heredado estas dos tendencias y nunca aprendimos a conciliarlas. Tenemos períodos de darnos los gustos, sentir culpa y luego castigar nuestro cuerpo para compensar. Comemos en exceso y luego nos ponemos a dieta. Vamos en auto hasta el buzón, que nos queda a dos cuadras, y después buscamos un gimnasio donde poder hacer algo de ejercicio. Es como si sintiéramos una compulsión interior a mortificarnos por el "pecado" de tener comodidad. ¿Por qué una joven que lleva menos de un año de casada y adora a su marido tiene tanto problema en disfrutar del acto sexual? ¿Por qué no puede olvidar las advertencias que le hacía la madre cada vez que salía con un muchacho? ¿Por qué no logra superar la sensación de culpa cada vez que vive una experiencia placentera? ¿Por qué un ejecutivo de cuarenta y cuatro años sale de la pileta del hotel de Florida para llamar a su oficina dos veces por día? ¿Por qué le remuerde la conciencia el mero hecho de disfrutar de unas vacaciones y por qué su esposa vive quejándose de la comida de ese hotel de lujo? ¿Por qué otro hombre, que nació en Europa, llegó a este país de niño y ahora es un próspero empresario, hace abultadas donaciones a cualquier obra de beneficencia que se promocione con la foto de un chico hambriento? ¿Acaso todos creemos en lo más íntimo que está muy mal sentirse bien, que ninguna cosa placentera puede durar porque no la merecemos?
Creo que muchos buscan mortificarse como compensación por el placer y el confort de sus vidas. Yo en una época hacía aerobismo hasta que un día tuve una distensión en la rodilla. Todas las mañana salía a correr entre cinco y siete kilómetros, con una remera que llevaba impresa una cita bíblica, Isaías 40,31, en la espalda. ("Los que esperan a Jehová adquirirán nuevas fuerzas; se remontarán con alas como águilas; correrán y no se cansarán; caminarán y no desfallecerán". No me sirvió de nada.) Miraba por las calles a otros aerobistas con el cuerpo brilloso de sudor, los ojos fijos hacia adelante, y en sus rostros la misma expresión de determinación queseguramente ellos veían en mí. No había en nosotros nada de la espontaneidad exuberante que despliegan los niños al jugar, ni la gracia del verdadero atleta. Trotábamos con un empecinamiento implacable, casi como de penitencia religiosa. Recuerdo que cuando mi cuerpo se quejaba, yo lo animaba a proseguir diciéndome: "He cometido el pecado de ser complaciente con mi cuerpo. Anduve en auto en vez de caminar. Comí y bebí en exceso. Me he vuelto demasiado sedentario. Por consiguiente, para expiar mis culpas, me mortifico con el aerobismo, me someto a los aparatos de gimnasia, y cuando ya no aguanto el dolor, siento que mi cuerpo ha sido convenientemente sancionado por los gozos experimentados". (Nótese la separación que establecía entre el cuerpo —que debía sufrir por sus pecados— y el espíritu que lo juzga y lo condena). En los gimnasios de todo el país es muy habitual ver cartelitos que rezan: "Sin dolor no se gana nada", o "Si no le duele es que no lo está haciendo bien". Contradecimos a Freud no sólo al recibir de buen grado el sufrimiento sino al buscarlo expresamente, por placer.
La ambivalencia puede ser incluso más profunda, una de las brechas fundamentales que parten el alma de Occidente. Nuestra civilización proviene de dos raíces, la griega y la judeocristiana. Al igual que todos los pueblos anteriores al judaísmo bíblico y al surgimiento del cristianismo, los griegos eran paganos. El paganismo era algo ms que simplemente adorar a muchos dioses. Era la deificación de la naturaleza, el considerar divino cualquier fenómeno natural. Para los paganos, - Dios se manifestaba en la lluvia, en las cosechas, en los ciclos del sol y las estaciones, y en la forma y fertilidad del cuerpo humano. En el fondo, los dioses paganos eran amuletos para la fertilidad o para hacer llover. Trazando un paralelo entre la lluvia que fertiliza un campo y el semen masculino que vuelve fértil a una mujer, los paganos organizaban desenfrenadas orgías en la primavera para fomentar el crecimiento de los cultivos y el nacimiento de muchos bebés. En el otoño había más orgías para expresar gratitud por las cosechas, y a veces en ocasión del solsticio invernal para dar más tuerza al tenue sol del invierno. (Yo supongo que, cuando se quiere realizar orgías, cualquier excusa vale.) La Biblia describe con desagrado la prostitución del culto en los templos de Baal, el dios cananeo de la lluvia.
En su forma más sofisticada como la de la Grecia antigua, el paganismo se expresaba en la adoración por la belleza y la simetría, que nos legó la arquitectura del Partenón, las deslumbrantes estatuas de cuerpos femeninos y masculinos, y una cosmovisión que siglos más tarde traduciría Keats en su Sobre una urna griega:"La belleza es verdad; la verdad belleza;
y eso es cuanto en la Tierra sabéis, y otro saber no os falta." Pero la belleza no es necesariamente la verdad. Una persona hermosa puede ser egoísta, vanidosa, desleal. Un bello edificio puede ser un antro de corrupción. La Biblia rechazó la idea de que la naturaleza era divina y la belleza era la verdad: sólo la rectitud es la verdad. El Libro de los Proverbios nos advierte que "el favor es engañoso y la hermosura es una vanidad, pero la mujer que teme a Jehová es la que será alabada" (31,30). La naturaleza no es divina. Es parte de la creación de Dios, y al igual que el resto de su obra, puede ser bien o mal usada.
Podemos remontar el rechazo bíblico del paganismo hasta el Paraíso terrenal, cuando Eva ve la fruta prohibida como "algo bueno para comer y un placer para los ojos", y cede a su apetito sin tomar en cuenta su propio sentido del bien y del mal. Si tuviera que resumir en una sola frase la tónica moral de la Biblia, diría: "No hagas lo que tienes ganas de hacer sino lo que el Señor te pide". La moral sexual bíblica, las normas de ayuno de los hebreos, el acento que se pone en la caridad para con los pobres, son todos esfuerzos para enseñar al hombre a superar sus "instintos naturales". Hasta el día de hoy, los judíos se abstienen de la comida, la bebida y el sexo en Yom Kippur, el Día del Perdón, no para castigarse por sus propios pecados ni para que Dios se apiade de ellos, sino como símbolo de la capacidad que tiene el hombre de dominar sus instintos. Los animales rechazan la comida en mal estado; pueden dejar de comer o de aparearse por temor al castigo, pero no pueden abstenerse por propia voluntad. Sólo los humanos (y a veces pienso que no todos) son capaces de hacerlo.
Aunque los paganos veían la divinidad en la satisfacción de los instintos (Ernest Hemingway, el vocero moderno del paganismo, en una oportunidad definió lo moral como aquello que después nos deja una sensación de placer, y lo inmoral como lo que nos deja desagrado), para la Biblia la imagen de Dios reside en la facultad que tiene el hombre de controlar sus instintos.
El paganismo al que se oponía la Biblia hebrea era el paganismo crudo y vulgar de los campesinos cananeos, cuya única preocupación consistía en hacer la guerra, plantar sembradíos y procrear hijos. Pero en los siglos que mediaron entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, Israel fue conquistado por Alejandro Magno, quien trajo consigo el paganismo en su más sofisticada versión. La cultura griega no consistía en los ritos de la fertilidad ni en la adoración de Baal. Era, por el contrario, la filosofía de Platón y Aristóteles, la dramaturgia de Sófocles y Esquilo. Era su arquitectura, su arte, su escultura. Así y todo, desde el punto de vista bíblico, la cultura griega era sumamente errónea porque atribuía un carácter divino a la belleza y el placer, en lugar de considerarlos apenas como dos de las creaciones menos importantes de Dios. Los griegos, por su parte, nunca pudieron comprender la poca importancia que adjudicaban los judíos a la belleza física. ¿Por qué no hacían más ejercicios? ¿Por qué no exhibían sus cuerpos para que la gente los admirase? ¿Por qué creían obedecer el mandato de Dios al arruinar lo perfecto de Su creación cuando circuncidaban a sus hijos?
En la novela The Source, James Michener presenta uno de los típicos enfrentamientos entre griegos y judíos, ambientado en el año 168 a. C., poco antes del levantamiento de los macabeos. Jehubabel, jefe de la comunidad judía, pide una entrevista con Tarphon, el gobernador griego de esa región para plantearle una queja por una de las últimas leyes dictadas por el emperador. Se reúnen en el gimnasio donde Tarphon estaba haciendo ejercicios. El gobernador se halla totalmente desnudo, feliz de practicar gimnasia al sol. En contraposición, el representante judío aparece vestido hasta tal punto que sólo se le ven los ojos y la nariz. Ninguno de los dos puede entender por qué el otro se ha vestido (o desvestido) así. Cada uno toma la costumbre del otro como una suerte de blasfemia.
En la época del Nuevo Testamento, la tierra de Israel formaba parte del Imperio Romano, en el cual se confundía la cultura griega con la habilidad política y militar de los romanos. A los dirigentes religiosos de los comienzos del cristianismo les repelía tanto la flagrante sensualidad de los romanos —la desnudez, la homosexualidad, los excesos en el comer y el beber—, que llegaron a condenar todos los placeres físicos por pecaminosos.
Establecieron una diferencia entre el alma —que era pura, santa, incorpórea- y el cuerpo, al que consideraban burdo, sujeto a la putrefacción, motivo de pecado. Por alguna razón el alma se encontraba atrapada dentro de un cuerpo de arcilla durante su permanencia en la Tierra. Pero Dios quería que resistiera las tentaciones de la carne y volviera a El pura e inmaculada. Los primeros cristianos reaccionaron frente a los excesos de la vida romana —la relación sexual intrascendente, la ostentación de riqueza, la gula— con un extremismo propio, que los llevó a desconfiar de todo contacto sexual, toda riqueza, vino o comida nutritiva. A comienzos de la Edad Media, cuando la violencia, la lujuria y las ansias de bienes materiales dominaron la sociedad europea infectando incluso los más altos niveles de la Iglesia, los espíritus religiosos más sensibles le volvieron la espalda al mundo y fundaron órdenes monásticas basadas en los ideales de pobreza y castidad.Una vez más parecía no haber términos medios. El hombre se abandonaba a una vida de placeres sensuales y bienes de orden material, o de lo contrario huía de ese mundo, con todas sus tentaciones pecaminosas, para enseñarle a su alma a dominar el cuerpo.
Somos todos hijos del mundo moderno occidental, formados bajo la influencia de la Biblia, la Iglesia y la cultura griega. Hemos heredado tanto el amor de los griegos por el placer físico como la ambivalencia bíblica respecto del mismo. El goce físico por un lado nos resulta irresistible, y por el otro, nos trae sentimientos de culpa. Nunca pudimos decidirnos en cuanto al sexo. A veces lo consideramos la clave de la felicidad, y otras veces, la causa de gran parte de la perversión que invade el mundo. Contamos chistes sobre el sexo porque el tema nos pone muy nerviosos, y el humor es una de las formas de dominar la ansiedad. Miramos películas y compramos revistas para ver cuerpos desnudos, pero lo hacemos con cierto resquemor —a algunos nos pone incómodos tanta libertad sexual; otros rechazamos la explotación de algo que debería practicarse en privado— porque espiritualmente somos hijos tanto de Atenas como de Jerusalén .
Tampoco hemos resuelto el problema de la comida, que obviamente significa para nosotros algo más que un mero sustento, el combustible para el cuerpo. La comida se ha vuelto un símbolo del amor, tanto que desde nuestras primeras horas de vida una mujer nos demuestra su cariño dándonos de comer. La comida representa una gratificación. Cuando estamos solos, tristes o con miedo, nos tranquilizamos llevándonos algo a la boca. Sin embargo, la comida también representa la tentación (¿recuerdas a Eva?), la prueba de que somos criaturas débiles de voluntad, que merecen ser castigadas por sus flaquezas.
Cuando nos dejamos llevar por el aspecto pagano de nuestra alma, satisfacemos en demasía nuestros apetitos. Cuando nos aqueja el puritanismo, nos castigamos, nos ponemos a dieta, hacemos gimnasia hasta el punto en que ésta deja de ser un placer; rechazamos la idea de que el comer pueda llegar a ser una experiencia placentera. Así, lo convertimos en un inconveniente, en una necesidad desagradable como lo es el sexo para algunos. Llegamos a tolerar el pan con gusto a algodón, y las verduras cuyo sabor no difiere del plástico en que vienen envueltas. Porque nos parece que darle mucha importancia al sabor de los alimentos es una forma de gula. Inventamos comidas rápidas y restaurantes al paso para que casi ni tengamos de comer.
Debe quedar bien en claro que es imposible sentirse satisfecho si uno está permanentemente en guerra consigo mismo, si el cuerpo lucha contra la conciencia, si algunas veces nos consideramos pervertidos, y otras, mojigatos. Nos preguntamos: "Cómo debo vivir?" y una vocecita interior nos grita: "jDisfruta!" mientras que otra nos aconseja: "¡Abstente!". Queremos divertirnos pero no cesamos de reprocharnos: "¿Por qué hago esto si sé que es frívolo?".
Eclesiastés, quizás el primer autor bíblico que fue a la vez judío y griego, también escuchó ambas voces. Una le decía: "La vida es corta: no la desperdicies. Disfruta mientras puedes porque nunca sabes hasta cuándo vas a vivir", mientras que la otra lo amonestaba: "La vida es corta: no la derroches vanamente". Con razón se sentía confundido.
Ya sea que esta lucha interior arranque de nuestra herencia greco-judeo-cristiana, o (como en el caso de Gandhi) de la ambivalencia oriental acerca del cuerpo y las cosas materiales, nunca podremos estar en paz si no encontramos la forma de salir de esos ciclos de autocomplacencia y mortificación, sexo y pudor, gula y dieta. ¿Cómo alcanzar la paz interior si una parte de nosotros odia y desprecia a la otra?
Permíteme compartir contigo uno de los pensamientos religiosos más profundos que conozco. En el Talmud, el libro que reúne la sabiduría de los rabinos de los primeros cinco siglos, leemos: "En el mundo que vendrá, cada uno de nosotros tendrá que responder por las cosas buenas que Dios puso sobre la Tierra y que nos negamos a disfrutar". ¿No te parece una aseveración notable para que la hayan hecho dirigentes religiosos? Nada de desprecio por el cuerpo y sus apetitos. En cambio, un sentido de veneración por los placeres de la vida que Dios creó para nuestro goce, una forma de ver a Dios en el mundo a través de las experiencias placenteras.
Desde luego, cualquier don puede ser mal utilizado, pero en tal caso la culpa sería nuestra, no de El. Hemos visto a personas que se abandonan hasta tal punto a la comida, la bebida o el libertinaje que todo eso ya ni siquiera les causa placer. El jugador compulsivo, el mujeriego, llega a un punto en que no disfruta más del alcohol ni de sus aventuras amorosas sino que sigue echando mano de esos recursos para acallar el dolor, para que desaparezca la necesidad. Empero, si se los utiliza debidamente, todos esos apetitos pueden tomarse como regalos que Dios nos da para alegrarnos la vida. (Hace poco descubrí una actitud similar en un convento católico que sólo aceptaba candidatas que "comían bien, dormían sin problemas y eran de risa fácil".)
Tomar el cuerpo y todo el mundo natural con desconfianza y desagrado es tanta herejía como reverenciarlo indebidamente. La persona que busca el sufrimiento porque cree merecerlo, porque supone que es pecado disfrutar de la vida, está tan equivocada como la otra, que sólo persigue el placer como único objetivo de su existencia. Ambas llegarán a la misma conclusión melancólica que Eclesiastés: "¿Qué he ganado? Todo es vanidad."
El paganismo al que se oponía la Biblia hebrea era el paganismo crudo y vulgar de los campesinos cananeos, cuya única preocupación consistía en hacer la guerra, plantar sembradíos y procrear hijos. Pero en los siglos que mediaron entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, Israel fue conquistado por Alejandro Magno, quien trajo consigo el paganismo en su más sofisticada versión. La cultura griega no consistía en los ritos de la fertilidad ni en la adoración de Baal. Era, por el contrario, la filosofía de Platón y Aristóteles, la dramaturgia de Sófocles y Esquilo. Era su arquitectura, su arte, su escultura. Así y todo, desde el punto de vista bíblico, la cultura griega era sumamente errónea porque atribuía un carácter divino a la belleza y el placer, en lugar de considerarlos apenas como dos de las creaciones menos importantes de Dios. Los griegos, por su parte, nunca pudieron comprender la poca importancia que adjudicaban los judíos a la belleza física. ¿Por qué no hacían más ejercicios? ¿Por qué no exhibían sus cuerpos para que la gente los admirase? ¿Por qué creían obedecer el mandato de Dios al arruinar lo perfecto de Su creación cuando circuncidaban a sus hijos?
En la novela The Source, James Michener presenta uno de los típicos enfrentamientos entre griegos y judíos, ambientado en el año 168 a. C., poco antes del levantamiento de los macabeos. Jehubabel, jefe de la comunidad judía, pide una entrevista con Tarphon, el gobernador griego de esa región para plantearle una queja por una de las últimas leyes dictadas por el emperador. Se reúnen en el gimnasio donde Tarphon estaba haciendo ejercicios. El gobernador se halla totalmente desnudo, feliz de practicar gimnasia al sol. En contraposición, el representante judío aparece vestido hasta tal punto que sólo se le ven los ojos y la nariz. Ninguno de los dos puede entender por qué el otro se ha vestido (o desvestido) así. Cada uno toma la costumbre del otro como una suerte de blasfemia.
En la época del Nuevo Testamento, la tierra de Israel formaba parte del Imperio Romano, en el cual se confundía la cultura griega con la habilidad política y militar de los romanos. A los dirigentes religiosos de los comienzos del cristianismo les repelía tanto la flagrante sensualidad de los romanos —la desnudez, la homosexualidad, los excesos en el comer y el beber—, que llegaron a condenar todos los placeres físicos por pecaminosos.
Establecieron una diferencia entre el alma —que era pura, santa, incorpórea- y el cuerpo, al que consideraban burdo, sujeto a la putrefacción, motivo de pecado. Por alguna razón el alma se encontraba atrapada dentro de un cuerpo de arcilla durante su permanencia en la Tierra. Pero Dios quería que resistiera las tentaciones de la carne y volviera a El pura e inmaculada. Los primeros cristianos reaccionaron frente a los excesos de la vida romana —la relación sexual intrascendente, la ostentación de riqueza, la gula— con un extremismo propio, que los llevó a desconfiar de todo contacto sexual, toda riqueza, vino o comida nutritiva. A comienzos de la Edad Media, cuando la violencia, la lujuria y las ansias de bienes materiales dominaron la sociedad europea infectando incluso los más altos niveles de la Iglesia, los espíritus religiosos más sensibles le volvieron la espalda al mundo y fundaron órdenes monásticas basadas en los ideales de pobreza y castidad.Una vez más parecía no haber términos medios. El hombre se abandonaba a una vida de placeres sensuales y bienes de orden material, o de lo contrario huía de ese mundo, con todas sus tentaciones pecaminosas, para enseñarle a su alma a dominar el cuerpo.
Somos todos hijos del mundo moderno occidental, formados bajo la influencia de la Biblia, la Iglesia y la cultura griega. Hemos heredado tanto el amor de los griegos por el placer físico como la ambivalencia bíblica respecto del mismo. El goce físico por un lado nos resulta irresistible, y por el otro, nos trae sentimientos de culpa. Nunca pudimos decidirnos en cuanto al sexo. A veces lo consideramos la clave de la felicidad, y otras veces, la causa de gran parte de la perversión que invade el mundo. Contamos chistes sobre el sexo porque el tema nos pone muy nerviosos, y el humor es una de las formas de dominar la ansiedad. Miramos películas y compramos revistas para ver cuerpos desnudos, pero lo hacemos con cierto resquemor —a algunos nos pone incómodos tanta libertad sexual; otros rechazamos la explotación de algo que debería practicarse en privado— porque espiritualmente somos hijos tanto de Atenas como de Jerusalén .
Tampoco hemos resuelto el problema de la comida, que obviamente significa para nosotros algo más que un mero sustento, el combustible para el cuerpo. La comida se ha vuelto un símbolo del amor, tanto que desde nuestras primeras horas de vida una mujer nos demuestra su cariño dándonos de comer. La comida representa una gratificación. Cuando estamos solos, tristes o con miedo, nos tranquilizamos llevándonos algo a la boca. Sin embargo, la comida también representa la tentación (¿recuerdas a Eva?), la prueba de que somos criaturas débiles de voluntad, que merecen ser castigadas por sus flaquezas.
Cuando nos dejamos llevar por el aspecto pagano de nuestra alma, satisfacemos en demasía nuestros apetitos. Cuando nos aqueja el puritanismo, nos castigamos, nos ponemos a dieta, hacemos gimnasia hasta el punto en que ésta deja de ser un placer; rechazamos la idea de que el comer pueda llegar a ser una experiencia placentera. Así, lo convertimos en un inconveniente, en una necesidad desagradable como lo es el sexo para algunos. Llegamos a tolerar el pan con gusto a algodón, y las verduras cuyo sabor no difiere del plástico en que vienen envueltas. Porque nos parece que darle mucha importancia al sabor de los alimentos es una forma de gula. Inventamos comidas rápidas y restaurantes al paso para que casi ni tengamos de comer.
Debe quedar bien en claro que es imposible sentirse satisfecho si uno está permanentemente en guerra consigo mismo, si el cuerpo lucha contra la conciencia, si algunas veces nos consideramos pervertidos, y otras, mojigatos. Nos preguntamos: "Cómo debo vivir?" y una vocecita interior nos grita: "jDisfruta!" mientras que otra nos aconseja: "¡Abstente!". Queremos divertirnos pero no cesamos de reprocharnos: "¿Por qué hago esto si sé que es frívolo?".
Eclesiastés, quizás el primer autor bíblico que fue a la vez judío y griego, también escuchó ambas voces. Una le decía: "La vida es corta: no la desperdicies. Disfruta mientras puedes porque nunca sabes hasta cuándo vas a vivir", mientras que la otra lo amonestaba: "La vida es corta: no la derroches vanamente". Con razón se sentía confundido.
Ya sea que esta lucha interior arranque de nuestra herencia greco-judeo-cristiana, o (como en el caso de Gandhi) de la ambivalencia oriental acerca del cuerpo y las cosas materiales, nunca podremos estar en paz si no encontramos la forma de salir de esos ciclos de autocomplacencia y mortificación, sexo y pudor, gula y dieta. ¿Cómo alcanzar la paz interior si una parte de nosotros odia y desprecia a la otra?
Permíteme compartir contigo uno de los pensamientos religiosos más profundos que conozco. En el Talmud, el libro que reúne la sabiduría de los rabinos de los primeros cinco siglos, leemos: "En el mundo que vendrá, cada uno de nosotros tendrá que responder por las cosas buenas que Dios puso sobre la Tierra y que nos negamos a disfrutar". ¿No te parece una aseveración notable para que la hayan hecho dirigentes religiosos? Nada de desprecio por el cuerpo y sus apetitos. En cambio, un sentido de veneración por los placeres de la vida que Dios creó para nuestro goce, una forma de ver a Dios en el mundo a través de las experiencias placenteras.
Desde luego, cualquier don puede ser mal utilizado, pero en tal caso la culpa sería nuestra, no de El. Hemos visto a personas que se abandonan hasta tal punto a la comida, la bebida o el libertinaje que todo eso ya ni siquiera les causa placer. El jugador compulsivo, el mujeriego, llega a un punto en que no disfruta más del alcohol ni de sus aventuras amorosas sino que sigue echando mano de esos recursos para acallar el dolor, para que desaparezca la necesidad. Empero, si se los utiliza debidamente, todos esos apetitos pueden tomarse como regalos que Dios nos da para alegrarnos la vida. (Hace poco descubrí una actitud similar en un convento católico que sólo aceptaba candidatas que "comían bien, dormían sin problemas y eran de risa fácil".)
Tomar el cuerpo y todo el mundo natural con desconfianza y desagrado es tanta herejía como reverenciarlo indebidamente. La persona que busca el sufrimiento porque cree merecerlo, porque supone que es pecado disfrutar de la vida, está tan equivocada como la otra, que sólo persigue el placer como único objetivo de su existencia. Ambas llegarán a la misma conclusión melancólica que Eclesiastés: "¿Qué he ganado? Todo es vanidad."
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Justino