136

Camino de Vida  n° 136        Necochea, 4 de febrero  de 2011
Calendario litúrgico (textos y comentarios para cada día del año)
Te recordamos:
nos encontramos para escuchar la Palabra de nuestro Padre Dios
y celebrar la Memoria de la muerte y resurrección
de nuestro Maestro y Señor Jesucristo,
los sábados a las 20 en la Posta para Orar (22 y 51)
y los domingos a las 10 hs y a las 20 hs en nuestro templo parroquial
Para rumiar la Palabra
 Comentarios al Evangelio del domingo del P JOSÉ ANTONIO PAGOLA, vgentza@euskalnet.net 

 

 

 

Sal y luz

31.01.11 | 08:00. Archivado en Domingos ordinarios
Si los discípulos viven las bienaventuranzas, su vida tendrá una proyección social. Es Jesús mismo quien se lo dice empleando dos metáforas inolvidables. Aunque parecen un grupo insignificante en medio de aquel poderoso imperio controlado por Roma, serán «sal de la tierra» y «luz del mundo». ¿No es una pretensión ridícula? Jesús les explica cómo será posible. La sal no parece gran cosa, pero comienza a producir sus efectos, precisamente, cuando se mezcla con los alimentos y parece que ha desaparecido. Lo mismo sucede cuando se enciende una luz: sólo puede iluminar cuando la ponemos en medio de las tinieblas.

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Dibujo de Cerezo para el día de hoy

  DOMINGO  V durante el AÑO  ciclo A 2011

 


Hoy
"Cuando nada te basta" - Harold Kushner
TRES
La soledad que trae aparejada
el velar sólo por uno mismo
            Si pudieras vivir sin restricciones, si te estuviese permitido obrar como quisieras, ordenarle a cualquiera que cumpliese tu voluntad, ¿eso te haría feliz? ¿Serías capaz de utilizar todo ese poder de manera que tu vida adquiriera un significado perdurable?
            Uno de los clásicos de la literatura mundial —el poema dramático Fausto, de Goethe—, la historia de un hombre que vende su alma al diablo, gira en torno de este interrogante.
            El doctor Fausto —el héroe del poema— es un científico y erudito de mediana edad, que ha abandonado toda esperanza de encontrarle sentido a la vida. Lo asalta el temor de llegar al fin de su existencia sin haber experimentado nunca lo que es estar realmente vivo. Por eso hace un trato desesperado con el diablo: promete entregarle su alma en el más allá a cambio de apenas un instante sobre la Tierra que le haga exclamar: “Este momento es tan gratificante que desearía prolongarlo para siempre”.
            Goethe se pasó la vida entera escribiendo el Fausto. Quería que fuese su mayor afirmación acerca del sentido de la vida, la más perdurable obra literaria que le diera sentido a su propia vida. Comenzó á escribirla a los veinte años, la dejó luego de lado para encarar otros proyectos, la retomó a los cuarenta (podemos suponer que esto fue parte de su propia reacción ante la certeza de haber alcanzado la mediana edad), y la terminó poco antes de morir, a los ochenta y tres años. Si bien no se puede saber a ciencia cierta que sentía el Goethe anciano al redactar una línea en particular, resulta fascinante ver cómo cambian, desde el principio al fin de la historia, las expectativas del personaje principal acerca de la vida.
            En la primera parte de la obra, el Fausto de mediana edad retratado por el joven Goethe quiere experimentar todo, vivir sin límites. Desea leer todos los libros, hablar todos los idiomas, probar la totalidad de los placeres. Anhela ser como Dios en su facultad de trasponer las limitaciones humanas. El diablo le concede lo que ambiciona: dinero, poder político, la capacidad de viajar a cualquier parte y ser amado por cualquier mujer de su agrado. Fausto hace todo, pero aún no es feliz. Por enorme que sea la fortuna que adquiera, por muchas mujeres que logre seducir, sigue habiendo en su interior una sed insaciable.
            En la última parte de la obra, Goethe ha sobrepasado ya los ochenta, y Fausto ha envejecido con él. En lugar de ganar batallas y conquistar a hermosas mujeres, Fausto se dedica a construir diques para recuperar tierras del mar con el fin de que allí pueda radicarse —y trabajar— más gente. En vez de emular a un Dios poderoso, que todo lo ve y lo domina, se convierte en un Dios de creación que separa las aguas de la tierra firme, que planta jardines y pone allí a hombres para que los cuiden. Por primera vez en la vida, Fausto puede decir “este momento es tan gratificante que desearía prolongarlo para siempre”.
            De jóvenes ambicionamos el éxito por el éxito mismo. Queremos medir nuestra propia capacidad. Un hombre vende su casa y se muda a otra ciudad, obligando a su familia a adaptarse a un nuevo ambiente, nuevos colegios, solo porque un ascenso laboral lo justifica. Un deportista posterga su ingreso en la escuela de posgrado para probar suerte en un equipo profesional. No es seguro que estos cambios traigan aparejados un beneficio económico, pero nos cuesta mucho resistir el desafío. Lo que nos tienta no son tanto las gratificaciones del éxito como el éxito en si mismo; queremos saber hasta dónde podemos llegar por nuestros propios medios.
            Luego las cosas cambian. En vez de tomar la vida como un torneo, y la victoria como un fin, comenzamos a ver el éxito como el medio necesario para llegar a un fin. Ya no nos preguntamos “¿Hasta donde puedo ascender?” sino “¿Que clase de vida me deparará el ascenso?”.
            La joven bonita ya no usa a los hombres para medir el grado de su popularidad y empieza a preguntarse si esos hombres serían buenos maridos y padres, qué clase de familia podría formar con ellos.  El empeñoso ejecutivo se preocupa menos por escalar posiciones dentro de su empresa y más por traducir su éxito en una vida que lo gratifique.
            Yo supongo que ése fue el camino que recorrió Eclesiastés. Al principio se dedicó a ganar dinero porque era inteligente y ambicioso, y eso es exactamente lo que hace la gente con ambiciones. Si bien no nos da mayores detalles, al parecer amasó una gran fortuna cuando era joven aún. “Híceme pues obras grandes; me edifiqué casas; planté para mí viñas. Hice para mí jardines y vergeles en los cuales planté árboles frutales de toda especie... Compré siervos y siervas; también tuve posesiones de ganado mayor y menor, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Asimismo amontoné para mí plata y oro, y el tesoro especial de los reyes y de las provincias” (Ecl. 2,4-8).
            Da la impresión de haber logrado todo lo que puede anhelar un hombre. Es sumamente rico e inteligente. ¿Por qué, entonces, sigue pensando que algo le falta? ¿No será que esa clase de éxito contiene las semillas de su propio fracaso? ¿Por qué ese afán constante de ser siempre el primero nos gratifica en nuestros años jóvenes pero nos conduce inevitablemente al desencanto en la vejez?.
            Si el objetivo de nuestra vida es “ganar”, por fuerza tendremos que ver a los demás como competidores, como una amenaza contra nuestra felicidad. Para que nosotros “ganemos”, ellos tienen que “perder”. El fracaso del prójimo se vuelve entonces un ingrediente indispensable para nuestro triunfo. En una situación de competencia —como podría ser un partido de béisbol— sólo se puede ganar si alguien pierde. La persona que se empeña en triunfar comprueba que debe oponerse siempre a los demás. Si él asciende, los otros deben caer, y esta actitud tiene sus consecuencias.
            He aquí dos historias verídicas a modo de ilustración. Un turista norteamericano se encontraba en la India el día en que se realizaba una peregrinación a la cima de un monte sagrado. Miles de personas ascenderían por la escarpada senda hasta la cumbre. El turista, que creía hallarse en buen estado físico porque hacía gimnasia y aerobismo, decidió participar. A los veinte minutos había perdido el aliento y no podía dar un paso más, mientras a su lado pasaban mujeres con bebés en brazos y frágiles ancianos con bastón. “No entiendo”, le comentó a un compañero indio. “¿Por qué ellos no se cansan y yo sí?” El amigo le respondió: “Porque tú tienes el típico hábito norteamericano de tomar todo como una competencia. Consideras la montaña como un enemigo y te propones derrotarla. Naturalmente, la montaña se resiste y es más fuerte que tú. Para nosotros no es un adversario al que hay que vencer. El objeto de nuestro ascenso es compenetramos de tal manera con la montaña, que ella misma nos ayuda a subir”.
            Segunda historia. Un pastor amigo mío, algunos años mayor que yo, me relató una vivencia íntima. Cuando, por lo avanzado de su edad supo que y
a nunca se lo pondría al frente de una iglesia importante, se dio cuenta de una profunda transformación que se había operado en él. Descubrió que ya no miraba a sus colegas de grandes iglesias pensando cuándo se morirían o cuándo por fin se verían involucrados en algún escándalo para que los destituyeran y así dejaran vacantes sus puestos. Jamás se había percatado de que abrigara esos pensamientos, pero la preocupación por “progresar” le había hecho considerar a esos compañeros suyos como obstáculos que le impedían alcanzar la felicidad, o sea que su éxito dependía del fracaso de ellos. Durante años esos sentimientos no lo dejaron hacerse verdaderamente amigo de sus colegas y valorar la pequeña congregación que dirigía. Se estaba volviendo un hombre amargado, solitario y celoso. Sus sermones eran ásperos, con muy poco del amor y la alegría que debían transmitir. Echaba la culpa a los demás por su desdicha. Ahora en cambio ya no es más competitivo y se ha hecho amigo de los otros pastores. Acepta sus fieles como personas dignas de su amor en lugar de verlos como símbolos de su estancamiento. Lo que ha cambiado no es nada de lo que lo rodea sino, por el contrario, algo dentro de él, a tal punto que ahora sabe que los años que le quedan de actividad en el ministerio serán productivos y gratificantes.
            Eclesiastés se empeñó en acumular dinero porque para él la riqueza implicaba una vida llena de perspectivas, así nunca tendría que prescindir de algo por falta de medios para adquirirlo. Fausto ambicionaba el éxito y la riqueza porque para él eran la clave para dominar a los demás. Creía que, contando con suficiente dinero e influencia, podría organizar su vida a su entera satisfacción, y por ende seria más feliz.
            Hay dos falacias en este razonamiento.
            Primero, nadie puede tener nunca semejante poder. El mundo es demasiado complejo como para que uno pueda controlar todo lo que sucede. En su libro
The March of Folly, Barbara Tuchman analiza por qué los países y sus dirigentes obran con insensatez en ciertas circunstancias, cuando es obvio que su proceder es incorrecto. Una de las causas más habituales del desatino (la corrupción de los emperadores romanos y papas del medioevo, las invasiones de Hitler a Rusia, la intervención norteamericana en Vietnam) es el concepto de que, si uno es suficientemente poderoso, puede hacer lo que le viene en gana, incluso imponer su voluntad. Lamentablemente uno tras otro debieron aprender que el poder abrumador no garantiza el control absoluto.
            Segundo, la búsqueda de la riqueza y el poder, y el ejercicio de dicho poder, tienden a separarnos de nuestros semejantes. A muchos no sólo los lleva a tomar la vida con ánimo de competencia en vez de cooperación, sino que también les hace difícil la relación con el prójimo. Si amas a alguien únicamente porque esa persona siempre trata de complacerte, eso no es amor sino un modo indirecto de amarte a
ti mismo. El poder, al igual que el agua, emana de arriba y llueve hacia abajo, hacia una persona en posición inferior. El amor sólo se da entre dos seres que se consideran iguales, que se satisfacen el uno al otro. Si uno ordena y el otro obedece, puede haber lealtad y gratitud, pero no amor.
            Vemos en la Biblia que el pecado de idolatría no es sólo reverenciar estatuas. También lo es considerar el trabajó de tus manos como si fuera divino, el adorarte a ti mismo como fuente suprema del valor y la creatividad.
             Un comentarista nos explica que, cuando el mandamiento nos dice: “No te harás un ídolo”, eso no significa: “No harás un ídolo para ti” sino más bien: “No harás de ti mismo un ídolo”. No te conviertas en objeto de adoración creyendo que tienes poder para dominar el mundo y a las personas que lo habitan.
            El filósofo francés Jean-Paul Sartre, fundador del existencialismo —una escuela de pensamiento sumamente individualista -  escribió alguna vez que “el infierno son los otros”. Sartre era un hombre muy lúcido, pero para mí, en esa ocasión dijo una tontería.
Es probable que los demás nos compliquen la vida, pero sin ellos nuestra existencia sería terriblemente triste.
            Un famoso antropólogo que pasó varios años estudiando a los chimpancés dijo una vez que “un chimpancé solo no es un chimpancé”. Es decir, un chimpancé se desarrolla como verdadero ejemplar de su especie sólo en compañía de sus congéneres. Encerrado en un zoológico quizá sobreviva, pero nunca será ple
namente él. Yo he venido observando a las personas en su hábitat natural casi tanto tiempo como el doctor Leakey ha estudiado a los simios, y me atrevería a parafrasear sus palabras: “Un ser humano aislado, no es un ser humano”. No podemos ser verdaderamente humanos en soledad. Las virtudes que nos humanizan sólo surgen de la forma en que nos relacionamos con nuestros semejantes.
            El infierno no son “los otros”. El infierno es habernos empeñado tanto en alcanzar el éxito que se ha deteriorado nuestra relación con los demás, a punto tal que sólo vemos los beneficios que ellos podrían brindarnos. Pienso en Fausto, que vendió su alma para obtener un poder ilimitado, y sin embargo terminó tan solo pese a la magnitud de su poder. Para él, el infierno es la tristeza de tenerlo todo y saber que todavía le falta algo. (¿No será que todos pactamos con el diablo, que así conseguimos lo que queremos pero al mismo tiempo perdemos una parte de nuestra alma?)
            Imagino a Eclesiastés, rodeado de sirvientes en su lujosa mansión, que se cuestiona, perplejo: “Si poseo todo lo soñado, ¿por qué tengo la sensación de que algo me falta?”. Pienso en Howard Hughes y Lyndon Johnson, expertos en manejar a la gente según su voluntad, maestros en el arte de ejercer el poder, que terminaron solos y envejecidos, rodeados de sirvientes pagos y buscadores de favores, preguntándose por qué tan poca gente los quería.
            La posibilidad de dominar a otras personas (empleados, compañeros, hijos) puede ser gratificante durante un tiempo, pero a la larga nos condena a la soledad; Cuando damos una orden se no responde con obediencia y temor, pero ¿a qué persona le satisface recibir únicamente temor y obediencia? ¿A quién le gusta que la gente le tenga miedo, que le obedezca de mala gana y no libremente, por amor?
            Martin Buber, un importante teólogo de nuestro siglo, sostiene que la relación con el prójimo puede ser de dos formas. La primera sería “Yo-Ello”, y se da cuando trato al otro corno un objeto y sólo me interesa lo que hace esa persona. La segunda es “Yo-Tú” y me permite ver al otro como un sujeto, captar sus sentimientos y necesidades como si fueran míos. Buber nos relata un incidente que lo llevó a ese postulado. Cuando era niño, sus padres se divorciaron y a él lo enviaron al campo, a vivir con sus abuelos. Allí daba de comer a los animales, limpiaba los corrales, cuidaba los caballos. Un día —Buber tenía a la sazón once años— estaba con su caballo preferido. Le encantaba montarlo, darle de comer, bañarlo, y parecía que al animal le agradaban las atenciones del niño. Cuando estaba acariciando al caballo en el cuello, una extraña sensación se apoderó de Buber. Como quería tanto a ese animal, no sólo sintió el placer de acariciarlo sino que llegó a compenetrarse de lo que debía experimentar el caballo al sentirse acariciado por un chico. La alegría de ese momento, de poder trasponer los confines de la propia alma y captar la vivencia de otro, era mucho más gratificante que el placer de dominar a ese otro. Años más tarde, Buber basó toda su teología en ese sentimiento.
            La Biblia nos muestra dos rostros del Todopoderoso. A veces nos presenta al Dios autoritario, el Dios del poder, que destruye Sodoma, que envía plagas sobre Egipto, que parte las aguas del Mar Rojo. En otras ocasiones es un Dios tierno, de amor, que visita a los enfermos y lleva una voz de aliento a los sometidos. Tan distintas son las dos versiones que resulta lógico nuestro desconcierto, ya que amor y poder son incompatibles. Puedes amar a una persona y permitirle que sea ella misma, o bien tratas de dominarla para ensalzar tu propio ego, pero no se pueden adoptar ambas actitudes al mismo tiempo. Si aprecias a alguien porque te permite salirte siempre con la tuya, porque te hace sentir fuerte, eso no es amor: sólo ves en el otro la utilidad que te brinda. Si lo reemplazaras por otra persona igualmente complaciente, te daría lo mismo. Querer a alguien porque es una prolongación de tu voluntad, no es un verdadero amor sino una forma indirecta de amarte a ti mismo.
            A veces percibimos más el poder de Dios que su amor. Si le obedecemos por miedo, por no querer ofenderlo o porque nos sentimos insignificantes para desafiarlo, entonces lo que El ha despertado en nosotros es obediencia y no amor. Para amar y ser amados, Dios tiene que permitirnos elegir, ser nosotros mismos. No se puede monopolizartodo el poder sin dejarnos nada. El convenio entre Dios y la humanidad no se basa sólo en la Ley que estipula el Todopoderoso. Tiene que ser, por el contrario, un convenio que suscriban ambas partes con entera libertad.
Recuerdo tantos pasajes de las profecías de Oseas y Jeremías en los cuales Dios aparece como un marido engañado por su mujer, párrafos tremendamente audaceq casi lo pintan como un ser triste, que anhela que alguien lo quiera y no sólo lo respete por temor, un Dios apenado porque no lo amamos después de todo lo que hizo por nosotros. “Acuérdome de la ternura de tu juventud, del amor de tus desposorios, cuando me seguiste por el desierto en una tierra que no se sembraba” (Jeremías 2,2). “Por ventura he sido yo un yermo para Israel, o una tierra de densas nieblas? ¿Por qué, pues, ha dicho mi pueblo: ¡Sacudimos el yugo! ¡No volveremos más a ti!? (Jeremías 2,31). Dios es uno, y por tanto estará solo, a menos que haya personas que lo amen.
Si nos consideramos hechos a imagen y semejanza de Dios, ¿cuál de las dos imágenes aspiramos a emular, la del Dios poderoso o la del benigno?
Me inclino a creer que en la época en que se concibió la Biblia y la cultura de la cual provenimos, los israelitas representaron a Dios según la imagen de los déspotas del Cercano Oriente que ellos conocían: faraones egipcios y reyes de imperios de Asiria y Babilonia, monarcas supremos con facultad para dictar leyes o dejarlas en suspenso, y para decidir sobre la vida o la muerte de sus súbditos. Pero también quiero pensar que poco a poco su contacto con la religión comenzó a madurar, que comprendieron que el poder no es un bien absoluto, que quienes detentan un poder total se vuelven crueles y arbitrarios, que inspiran miedo pero nunca amor. Entonces no pudieron imaginar más a un Dios así. En la historia de Noé y el diluvio, o en la de Abraham en Sodoma, ya vemos que Dios castiga a los hombres por su maldad para con los semejantes, no por dejar de adorarlo a El. Los profetas hablan de un Dios para quien es más importante que el hombre sea bueno con su prójimo, y no que ofrezca sacrificios en su altar. La imagen del Dios del poder no se borra del todo, pero muy pronto queda eclipsada por la del Dios que comparte con nosotros la tarea de construir un mundo humano fundado en el amor de los unos a los otros, tal como El nos ama. Dios no vela por sí mismo sino por el bienestar de los más desvalidos. Tanto en la Ley de Moisés como en los profetas, ya sea en la Biblia hebrea como en el Nuevo Testamento cristiano, Dios muestra una preocupación especial por los pobres y los que sufren, y cierto recelo por los ricos, no porque sea bueno ser pobre ni porque ser rico sea inmoral, sino porque los pobres y atribulados parecen necesitar más de sus semejantes. En términos generales, son más vulnerables, menos altaneros, todo lo cual constituye un rasgo profundamente humano.
Debemos recorrer el mismo proceso de evolución que nuestros antepasados, no venerar más el poder y el éxito sino más bien idealizar la actitud de servicio y de amor. Mi maestro, Abraham Joshua Heschel, solía decir: “De joven yo admiraba a las personas inteligentes. Ahora que soy viejo admiro a los bondadosos”.

No tiene nada de malo alcanzar el éxito. Muchas iglesias, universidades, museos y centros de investigación médica funcionan gracias a la generosidad de personas prósperas que comparten con esas instituciones el fruto de su éxito. No es criticable tener suficiente poder como para influir sobre el curso de los acontecimientos. Por el contrario, los que se sienten impotentes y frustrados son más peligrosos para la sociedad que los que tienen influencia y saben utilizarla con criterio, porque son capaces de cometer actos desatinados con tal de dominarnos. Pero sí hay mucho de malo en tener como único propósito la búsqueda del poder y la riqueza de forma tal que nos aísle de nuestros semejantes.
Hay una historia detrás de la creación de los premios Nobel, el máximo galardón que se confiere a representantes de las artes y las ciencias. Alfred Nobel, un químico sueco, amasó una fortuna inventando poderosos explosivos y vendiendo la fórmula a los gobiernos para la fabricación de armamento. Un día murió el hermano de Nobel, y por error un periódico publicó la necrológica de Alfred. En la nota se lo identificaba como el inventor de la dinamita, el hombre qué se hizo rico y permitió que los ejércitos alcanzaran un potencial mayor de destrucción. Nobel tuvo la oportunidad exclusiva de leer su propio obituario en vida, y de saber por qué cosas sería recordado. Fue tal su consternación al comprobar que pasaría a la historia como un mercader de la muerte y la devastación, que tomó su fortuna y la usó para crear la fundación que habría de premiar los mayores logros en diversos campos útiles para la humanidad, y es por eso —no por los explosivos— que se lo recuerda hoy en día. En su época de mayor “éxito”, Nobel trabajaba contra la vida. Felizmente pudo comprender lo negativo de su obra, y en sus últimos años imprimió otro rumbo a su existencia.
Últimamente han aparecido muchos libros que giran en torno del tema de querer ser siempre uno el mejor. La idea que sugieren es que vivimos en un mundo tremendamente competitivo, donde la única forma de triunfar es aprovechándose de las debilidades de los demás. El reparo que tengo para con esos libros no es sólo que disiento con la moral que proponen. De hecho, disiento, ¿pero por qué habría de llamarle la atención a nadie? (El filósofo Nietzsche dijo en una ocasión que la moral es una conspiración de los corderos para convencer a los lobos de que es malo ser fuerte.) La objeción que tengo contra esa filosofía es que ni siquiera da resultado. Si sacas provecho de la gente, si la usas, si sospechas de todo el mundo, alcanzarás tal grado de éxito que seguramente aventajarás a todos y los mirarás con desdén. Pero, ¿qué       habrás logrado? Estar en la más absoluta soledad.
En los últimos años he viajado bastante para dictar conferencias. He hablado en treinta y ocho estados y en seis países extranjeros. A menudo se me invita a la casa de algún prominente miembro de la comunidad antes de la charla, o bien después. La mayoría de las veces mis anfitriones son muy amables, y la reunión, placentera. Pero otras
me he sentido incómodo, hasta que una noche descubrí el porqué. Algunas personas han tenido que ser muy competitivas para llegar a la cima, y una vez allí, les cuesta perder el hábito de competir. No son capaces de conversar amistosamente conmigo. En su afán por impresionarme, me cuentan todos sus éxitos y deslizan el nombre de personas importantes que conocen. En ocasiones comienzan un debate intelectual conmigo para demostrarme que saben más que yo sobre mi materia. Cuando se dan esos casos, siempre me pregunto por qué serán tan competitivos, por qué invitan a alguien a su casa y luego lo tratan como a un adversario al que hay que desafiar. ¿No será que una parte del precio que tuvieron que pagar para lograr el éxito, parte del trato con el diablo si se quiere, es la necesidad de convertir a los amigos en enemigos?
Comprendo que las personas que pisan ya los cuarenta encuentren cierto atractivo en la moral del propio interés, del egoísmo. Muchos tuvieron que pasar sus primeros años en instituciones que no estaban en condiciones de albergarlos, en abarrotados colegios de doble escolaridad, en barrios sin terminar. Sus años jóvenes fueron convulsionados por la guerra de Vietnam. (Los bebés nacidos en 1948 cumplieron los dieciocho años en 1966, cuando el reclutamiento militar era más intenso.) Y si bien todos los adultos creen que su mundo es totalmente distinto del que vivieron sus padres, esa generación tal vez tenga más motivos para pensarlo. La tecnología, el ascenso social, el poderío de los Estados Unidos, la amenaza de una guerra nuclear, todo contribuyó a hacer la vida norteamericana drásticamente distinta de la que les tocó a sus padres en los años de la Depresión y la guerra. A los de esta nueva generación se les dieron muchas alternativas y muy pocas pautas para enseñarles a optar. Tuvieron la sensación de que se les exigía pagar por los errores de otros. No es de extrañar, pues, que se hayan criado en la creencia de que el gobierno es corrupto, la autoridad no es digna de confianza, los empresarios son todos deshonestos y nadie se preocupa por el bienestar del prójimo por más que así lo afirme. La música, las películas que ellos produjeron, todo habla de recelos y desencanto. ¿Por qué no habría de preocuparme por mí mismo, si es lo que hace todo el mundo?.
Del mismo modo puedo llegar a entender por qué un hombre de cuarenta y tantos años largos (ocasionalmente también una mujer, aunque es menos frecuente), de pronto cambia de vida, comienza a darse todos los gustos, deja su casa de un barrio suburbano para mudarse a un departamento con piscina y sauna, vende su rural y compra una coupé sport, se tiñe el pelo y se deja la barba (si no le crece con demasiadas canas). Es probable que esté harto de una vida de obligaciones, de tener que pagar hipotecas, de educar a sus hijos. El humorista Sam Levenson solía decir:

“Cuando era chico me decían que tenía que obedecer a mis padres. Ahora que soy padre me dicen que tengo que hacer lo que quieren mis hijos. ¿Cuándo voy a poder darme el gusto de hacer lo que yo quiero?” Conozco a muchos hombres de mediana edad que se quejan de lo mismo, pero sin reírse. La actitud que asumen no es para evadir responsabilidades Lo único que pretenden es disfrutar de un poco de alegría y libertad en una vida que está por completar ya sus dos terceras partes, para ingresar en el último tercio, el acto final de la obra. (Cuentan que una vez, un integrante de la legislatura de Texas, que apoyaba el dictado de una ley por la cual se iban a prohibir ciertas prácticas sexuales, dijo: “Puedo plantear tres objeciones contra la llamada Nueva Moral: que va en contra de la ley de Dios, que viola las leyes de Texas y que yo ya estoy demasiado viejo como para disfrutarla”.)
Pero en mi opinión esta filosofía sigue siendo mala, no en términos morales —algo que ofende a Dios—, pero sí por engañosa, porque nos obliga a trabajar con empeño pero nos lleva a otro destino que no era el que queríamos.
En su libro Passages, Gail Sheehy entrevista a un hombre que ha dejado a su mujer y se ha ido a vivir con una chica de dieciocho años que acaba de conocer. Ese hombre dice: “Lo que me cuesta justificar es haber abandonado a Nan (su ex esposa) porque no hizo nada de malo para merecerlo. Ella permanece aún en ese otro mundo en que nos criaron para llevar una vida planeada... Lo que he aprendido ahora de la gente joven es que no existen ataduras”. En otras palabras, la felicidad es no tener compromisos, nadie a quien responder (que es el significado literal de “irresponsable”), nadie que te traiga problemas ni trastornos.
El credo narcisista: “Yo no tengo por qué ocuparme de tus necesidades ni espero que tú te ocupes de las mías. Cada uno se entiende con lo suyo” no se inventó en el Siglo XX. Se trata de la formulación moderna de una actitud tan vieja como la misma humanidad. Fue Caín quien dijo despreciativamente: “Acaso soy el cuidador de mi hermano?” Pero con esas palabras no quiso justificar el asesinato de Abel, sino el hecho de no preocuparse por su bienestar: yo cuido lo mío y él lo suyo. ¿Y cuál fue el castigo para Caín? Se convirtió en un vagabundo sobre la faz de la Tierra. Nunca tuvo un sitio que pudiera llamar su hogar, nadie que lo apoyara ni le diera solaz.
En Casablanca, la película de todos los tiempos que más me gustó, el héroe —Rick, interpretado por Humphrey Bogart— aparece primero como un personaje cínico, suspicaz, que sólo se preocupa por sí mismo. En su vida no hay lugar para los sentimientos de ternura. Cuando en el bar de su propiedad la Gestapo arresta a un hombre y éste le pregunta: “Por qué no me ayudaste?”, Rick responde: “Yo no me juego por nadie”. Rick vive en medio de la crueldad que imperaba en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y ha aprendido que el único que sobrevive es el que vela por su propia seguridad. La vida le había jugado una mala pasada cuando cometió el “error” de preocuparse por el bienestar de otro como si fuera el propio. Se vuelve entonces un individuo que va siempre a lo seguro, que no arriesga nada. Sin embargo, nota que algo le falta en la vida. Las circunstancias lo insensibilizaron, pero al contemplar a los oficiales nazis estacionados en Casablanca
—hombres duros, poderosos, sin sentimientos— se da cuenta de que no quiere ser como ellos.
A lo largo de la película exhibe momentos de decencia hasta que al final renuncia a la posibilidad de huir y ser feliz en un acto de generosidad para con la mujer amada. Ella se marcha a Inglaterra, y él queda condenado a vagabundear por el norte de Africa. Al igual que Fausto y el niño Martin Buber, la vida deja de tener sentido para él si se preocupa únicamente por sí mismo. Sólo cuando decide entregarse a los demás su vida comienza a tener valor. Como Caín, Rick Blaine se convierte en un paria, pero a diferencia de él —que no se condenó a sí mismo al exilio por negarse a cuidar de su hermano—, Rick se aleja de una existencia egoísta, y siente que vuelve espiritualmente al hogar cuando renuncia a la seguridad y las riquezas en un acto de sacrificio. En cierto sentido va a tener menos que antes, pero en otro sentido —que se ha vuelto más importante, se ha convertido en un hombre íntegro.

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