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Comentarios a las lecturas de esta semanaSALMO RESPONSORIAL
EVANGELIO del DOMINGO
REFLEXIÓN sobre el EVANGELIO
Horarios de Misas en marzo en Medalla Milagrosa sábados a las 19, domingos a las 10 y a las 19.
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"Cuando
nada te basta" - Harold Kushner - Capítulo
VI
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Los mineros chilenos agradecen en Jerusalén el milagro de su rescate
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Cuando nada te basta - Capítulo VI
“Pero el insensato deambula en las tinieblas”Hace algunos años, los espectadores de cine de todas las edades disfrutaron con la historia de E. T., el extraterrestre. Al relatar las vicisitudes deuna criatura proveniente de una civilización más avanzada que accidentalmente recala en la Tierra, muy pronto se convirtió en una de las películas más deliciosas y rentables de los anales de la cinematografía. El filme destaca la actitud de los niños, que sencillamente desean amar a E.T. y ser correspondidos por él, y la contrapone a la de los científicos, que quieran darle caza para estudiarlo. El conflicto existente entre los jóvenes de espíritu libre y los adultos propensos a ejercer su autoridad es tan viejo en el cine como el enfrentamiento entre policías y ladrones o entre cowboys e indios. Pero en E.T., los villanos no son simplemente adultos que tratan de imponer la ley: son científicos que se proponen hacer desaparecer el amor en aras del progreso de la ciencia.
Por una parte, la facultad de discernir ha sido siempre la mayor gloria del hombre, definida por los filósofos desde la época de Aristóteles como aquello que nos diferencia de los anim1es. En las primeras páginas de la Biblia, cuando aparece Adán dándoles nombre a los animales, se rinde homenaje a su capacidad única de razonar, de distribuir las cosas en categorías. Sólo el hombre puede utilizar su mente para fabricar máquinas, para modificar el ambiente que lo rodea, para escribir libros o sinfonías.
Pero por otra parte sabemos que la razón tiene sus límites. Si disecamos una rana obtendremos datos sobre la conformación de los batracios, pero ya no tendremos una rana. Si disecamos a un extraterrestre, es probable que logremos un notable avance científico —tal vez que ganemos incluso el premio Nobel—, pero ya no tendremos un amigo que nos ama. Para muchos, no tiene sentido pagar semejante precio a fin de obtener información. El verbo “yada”, del hebreo bíblico (saber, comprender), puede significar tener información sobre algo, o bien ser íntimo de alguien. Sin embargo parecería que nosotros tenemos que optar entre analizar a una persona desde lejos, o de lo contrario acercarnos lo necesario como para sentir al otro, en lugar decomprenderlo sólo desde un punto de vista intelectual.
Eclesiastés, que se había vuelto demasiado viejo y cínico para una vida de placer, se volcó a la filosofía en el afán por hallar el sentido de la existencia, y llegó a “entender” la vida pero no a vivirla. Leyó todos los libros, escuchó todas las disertaciones, y lo que aprendió fue que el sentido de lavida no se encuentra en la filosofía. Tener una gran información sobre la forma de vivir es como saber mucho de tenis o de música y no haber tocado jamás una raqueta o un violín.
En junio de 1985 me invitaron a dirigir la palabra a la promoción que egresaba de Corneil University. Allí dije que, si el promedio de los graduados tenía entre veintiuno y veintidós años, la mayor parte de la guerra de Vietnam había transcurrido cuando ellos eran demasiado chicos como para entender lo que pasaba. Por eso seguramente no captaban la ironía de la frase “los mejores y más brillantes”. Con esas palabras definíamos a los funcionarios del gobierno que nos forzaron a intervenir en Vietnam, y que con el tiempo fueron comprometiéndonos cada vez más. Indudablemente eran hombres muy inteligentes, los mejores promedios de las universidades más afamadas, que manejaban un cúmulo de datos suministrados por modernas computadoras, y sin embargo tomaban decisiones equivocadas. Tenían inteligencia, tenían información, pero les faltaba sabiduría, esa sensatez instintiva para saber aplicar la información con que contaban.
Y la esencia de la sabiduría —les dije— consiste en conocer los límites de la inteligencia humana, en tener un sentido de veneración por los oscuros confines de la realidad en donde la razón no puede penetrar.
Si la educación esmerada les había desarrollado la mente atrofiándoles el sentido de la humildad —sostuve— corrían el riesgo de ser “los mejores y más brillantes” de su generación, personas lúcidas como para conducir pero no sensatas como para saber qué camino debían seguir. Expresé mi esperanza de que los que ingresaran en la facultad de medicina hubiesen aprendido no sólo química y biología, sino también un profundo respeto por el milagro de la vida y la complejidad del cuerpo humano. Esperaba que supieran ya que ciertos males no se curan con certeros diagnósticos ni con aparatos sofisticados, sino sólo con una actitud de amor y entrega. Sin humildad y respeto quizá terminaran practicando una especie de mecánica automotriz sobre el cuerpo humano, pero jamás curarían a nadie.
Algunos harían carrera en el mundo de los negocios. A ellos les advertí que podía llegar el día en que la inteligencia desprovista de sensibilidad, la mente sin corazón, los llevara a tomar decisiones que hicieron sufrir innecesariamente a otras personas. En un caso así, el respeto por el alma humana debe ser siempre más importante que un balance financiero.
Después de haber visto adónde nos condujeron los dirigentes talentosos, de haber presenciado otras catástrofes, grandes y pequeñas, del siglo xx (desde ver que el país más culto de Europa se lanzaba al holocausto hasta comprobar que nuestros científicos más creativos contaminan el aire y el agua potable), hemos aprendido a desconfiar de la inteligencia como eje rector de la vida. Sigmund Freud nos hace notar que a lo mejor creemos obrar según criterios lógicos, pero que probablemente hacemos las cosas que hacemos por motivos que no alcanzamos a comprender.
Eclesiastés se propuso poner a prueba la veracidad del proverbio que había oído toda su vida: “El sabio tiene ojos en la cabeza pero el insensato deambula en las tinieblas”. Su deseo era confirmar que era verdad, saber a ciencia cierta que es mejor ser sabio que insensato, instruido que ignorante. Necesitaba convencerse de que en la erudición encontraría la llave de la vida, que el destino de los incultos era errar eternamente sin rumbo. Al fin y al cabo, él era un hombre sabio e instruido. ¿Le bastaría esó para evitar la muerte y el olvido inexorables? ¿Qué diferencia había entre ser sabio o insensato?
Pero llegó a la conclusión de que si el sabio tiene ojos para ver, lo que ve es la escasa utilidad de su sabiduría. Tal vez haya comprobado que las personas inteligentes suelen cometer insensateces. Pensemos, si no, en las connotaciones de la palabra “racionalizar”, que en realidad significa hacer algo mal y luego inventar excusas para justificarlo. No empleamos la inteligencia para decidir qué es lo más acertado sino para disculparnos por haber hecho lo que no convenía.
Quizás haya visto a personas lúcidas valerse de su intelecto para eludir un compromiso afectivo, como los científicos que pretendían “entender” a E.T. en vez de amarlo. Si el sabio camina a plena luz y el insensato en las tinieblas, ¿hay algunas cosas que se arruinan al entrar en contacto con la luz? ¿Acaso algunos placeres de la vida son para que los experimentemos sin analizarlos ni entenderlos?
Un personaje típico de historieta es el adolescente indignado que le grita a la madre: “¡Por Dios, deja ya de comprenderme!”
Tal vez el insensato efectivamente deambule en las tinieblas, pero nosotros también pasamos la mitad de nuestra vida en la oscuridad de la noche, y es probable que tengamos que aprender a transitar parte de nuestra existencia como “insensatos”, a abandonarnos a emociones que no entendemos del todo ni podemos controlar, para vivir cómodos en la penumbra.
Conozco a personas que le tienen tanto miedo a manifestar las emociones como a otros los asusta la oscuridad. El amor, el gozo, la furia los atemorizan porque los hacen sentir descontrolados. No se dan el lujo de enojarse ni de entregarse al amor porque así perderían el dominio de sus emociones, y eso les da miedo (La antigua fábula de la caja de Pandora nos habla de una mujer, Pandora, a quien los dioses le entregan una caja cerrada con orden de no abrirla nunca. Por supuesto, Pandora siente curiosidad y la abre, y toda clase de demonios quedan en libertad. Se me ocurre que esta historia no tiene por qué ser un relato de cómo las mujeres provocaron trastornos al mundo. ¿No podría ser en cambio un ejemplo de cómo los hombres tratan de ocultar los aspectos emotivos de su personalidad por considerarlos peligrosos, mientras que las mujeres les tienen menos miedo? En griego, Pandora significa “muchos dones”.)
Tanto en el judaísmo como en el cristianismo existe la tradición del “santo inocente”, el individuo simple, sin instrucción, que sirve a Dios espontáneamente, sin ponerse a pensar en lo que hace. Su actitud es especialmente valiosa porque ninguna barrera intelectual se interpone entre él y su Dios. Una de las historias más emotivas del cristianismo medieval es la del “Bufón de Nuestra Señora”. El día de la festividad de la Virgen, todos acudían a llevar obsequios a la Virgen. Se trataba de regalos caros: tapices tejidos a mano, coronas con incrustaciones de piedras preciosas. Un hombre pobre no tenía regalo para llevar ni dinero con que comprarlo, pero como era bufón se puso a demostrar sus habilidades delante de la estatua de la Virgen, para gran consternación de los circunspectos espectadores. Como su ofrenda era del corazón, fue el mejor de los obsequios.
Si vamos a pasar parte de la vida caminando en las tinieblas, ¿lo haremos teniendo conciencia de los peligros que nos acechan o caminaremos como “insensatos”, sabiendo que no tenemos todas las respuestas y que no siempre depende de nosotros que podemos encontrar el camino?
En este siglo ha habido dos guerras mundiales e innumerables batallas menores, en las que han muerto millones de personas. La mayoría de esas guerras fueron planificadas por hombres lúcidos. No es de extrañar, pues, que luego de cada conflagración nos sintamos desilusionados con la inteligencia y la razón al ver adónde nos habían llevado.
En los últimos años se advierte un resurgir del fundamentalismo y el extremismo, una tendencia a lo irracional, tanto en el cristianismo como en el judaísmo y el islam. Se ven en los ámbitos universitarios a jóvenes judíos de gorrito y muchachas con velo sobre el rostro en el Medio Oriente. Si bien ambas actitudes representan un simbolismo muy distinto, son dos formas de expresar repudio por el mundo moderno y sus valores, incluso la idea de que la mente humana, sin la ayuda de Dios, puede descubrir la verdad. Hemos visto por televisión el surgimiento de hombres con poderes de curación y evangelistas hasta un nivel sin precedentes, y millones de personas parecen receptivas a su mensaje: que son “los mejores y más brillantes” quienes andan en las tinieblas, mientras que sólo los irracionales, los “inocentes de Dios” son los que tienen ojos para ver.
Eclesiastés no parece haber perdido nunca la fe en la razón. Jamás se convierte en un místico ni cambia su escepticismo por un enfoque fundamentalista. Y después de todo, termina escribiendo un libro sobre la materia. Pero parecería que dijera: “Lo he aprendido todo. He llegado hasta donde me puede transportar la razón, pero no me basta. Necesito más. Necesito esa clase de verdad que no proporciona la razón, pero soy un hombre racional, lógico, y no sé dónde hallarla. Cuando los médicos y los filósofos me hablan de la vida y la muerte, encuentro un gran sentido en sus palabras. Pero entonces, ¿por qué sigo teniendo tanto miedo a morir y desaparecer?”. Y uno intuye que si alguna vez halla la respuesta a esa pregunta, dicha respuesta no tendrá sentido, al menos en un plano racional.
Hace muchos años murió un socio de mi padre en circunstancias particularmente trágicas, y yo asistí a su entierro. La viuda y los hijos estaban rodeados de pastores y psiquiatras que procuraban aliviarles el dolor. Ellos sabían las palabras que había que pronunciar pero de nada servían. Los deudos estaban desconsolados. La viuda no cesaba de decir: “Ya sé que usted tiene razón, pero eso nada cambia”. Entonces llegó un hombre corpulento, de más deochenta años, un personaje legendario en la industria de los juguetes. Ese señor había escapado en su juventud de Rusia luego de ser torturado por la policía secreta del Zar. Cuando arribó a los Estados Unidos era analfabeto y no tenía un centavo, pero levantó una empresa sumamente próspera. Se lo conocía como un hombre duro en la negociación, un competidor despiadado. Pese a todo su éxito, jamás aprendió a leer ni escribir, de modo que sus empleados tenían que leerle la correspondencia. En los círculos empresarios se corría la broma de que ese hombre podía hacer un cheque por un millón de dólares, pero lo que más le costaba era estampar su firma al pie. Acababa de salir de una enfermedad, lo cual se le notaba en la cara y en los ojos, y ella lloró con él, y todos percibimos que cambiaba el clima en la habitación. Ese hombre, que nunca había leído un libro en su vida, hablaba con el lenguaje del corazón y tenía en sus manos la llave que abría las puertas del consuelo, que médicos y pastores no podían abrir.
La mente humana es grandiosa, quizá la prueba más irrefutable de la mano de Dios en el proceso de evolución. Si pensamos en que el ser humano nace más débil y vulnerable que la mayoría de las otras especies, comprendemos que sólo aplicando nuestra inteligencia al mundo podremos sobrevivir. Los otros animales tienen pieles y plumas, pero nosotros hemos aprendido a tejer ropa y calentar nuestros hogares. Los otros animales han desarrollado impresionantes músculos, pero nosotros construimos máquinas. La mente humana ha inventado remedios y corazones artificiales para prolongar la vida. Ha escrito libros que logran volvernos más compasivos. Pero tiene sus límites. Hay interrogantes, incluso algunos de los más fundamentales, que es incapaz deresponder. Como dijera Pascal, “El corazón tiene sus razones, que la razón no alcanza a comprender”.
Cuando yo estaba en el seminario, el estudiantado se dividía en dos grandes grupos: los racionalistas, que encaraban la tradición con el intelecto, como algo que se puede entender y explicar, y los místicos, que enfocaban la misma tradición con el alma, porque la consideraban algo imposible de explicar, algo que sólo debe experimentarse. Yo era un fiel adepto de los racionalistas en aquella época. Mirábamos despreciativamente a los otros; los considerábamos como oscurantistas medievales que jamás serían escuchados en serio por una feligresía de graduados universitarios. A su vez, para ellos éramos portadores de un legalismo árido, capaz de ilustrar la mente pero nunca de llegar al alma. Los racionalistas creíamos que, si le explicábamos la religión a la gente, si le demostrábamos que tenía sentido, la convenceríamos. Al fin y al cabo, trataríamos con personas inteligentes, sensatas. ¿Por qué no habrían de atender a la razón? Lo que no comprendíamos era que la fe, al igual que el amor, la lealtad, la esperanza y muchas de las más importantes dimensiones de nuestra vida, tiene su raíz en esa amplia zona oscura e irracional adonde no alcanza a llegar el intelecto humano.
Adlai Stevenson escribió una vez: “Lo que sabe un hombre a los cincuenta años, que no sabía a los veinte, es en su mayor parte imposible decomunicar. Todas las observaciones acerca de la vida que se pueden transmitir, son tan conocidas por el hombre de veinte que ha estado atento, como por el de cincuenta. Ya ha oído y leído todo, pero no lo ha vivido. Lo que sabe a los cincuenta que no sabía a los veinte no son fórmulas ni formas depalabras sino de personas, lugares, acciones, un conocimiento no adquirido por medio de palabras sino a través del tacto, de la vista, del sonido, de las victorias, los fracasos, del desvelo, del amor: las experiencias y emociones humanas de esta Tierra, de sí mismo y de sus semejantes; y tal vez una fe muy ínfima y un poco de veneración por las cosas que uno no puede ver”. (Citado por William Attwood en su libro Making It Through Middle Agle, Atheneum, 1972, p. 107).
Tal como sostiene Jung, que en la mediana edad volvemos sobre nuestros pasos y llenamos los espacios que habíamos dejado en blanco mientras crecíamos, actualmente yo suelo citar la tradición mística del judaísmo tanto como la racional. Una y otra vez recurro a libros que no tuve la paciencia de leer en mis años de estudiante. He llegado a apreciar el valor de costumbres y ritos que “no tienen sentido”; hay un ciclo de luz y tinieblas,de mente y emociones, en mi mundo interior como lo hay en el mundo que me rodea. A veces nuestra tarea consiste en arrojar luz sobre la oscuridad, en encontrar el sentido de las cosas que suceden cerca de nosotros, en explicarlas. Pero en otras ocasiones es menester aceptar la tiniebla, todo aquello que no podemos y quizá no debemos explicar, como parte del mundo en que habitamos.
Al final de la película, E.T. logra escapar de los popes de la ciencia y la razón que lo persiguen, y se interna en la oscuridad para regresar a su hogar. Y a la larga, nosotros también nos internaremos algún día en la penumbra, y si hemos aprendido a vivir, no enfrentaremos el momento como sabios ni como insensatos, sino con coraje, sin temor.