134
Camino de Vida n° 134 Necochea, 20 de enero de 2011
Calendario litúrgico (textos y comentarios para cada día del año)
Te recordamos:
(horarios de enero y febrero)
nos encontramos para escuchar la Palabra de nuestro Padre Dios y celebrar la Memoria de la muerte y resurrección de nuestro Maestro y Señor Jesucristo, los sábados a las 20 en la Posta para Orar (22 y 51) y los domingos a las 10 hs y a las 20 hs en nuestro templo parroquial
Comentarios al Evangelio del domingo del P JOSÉ ANTONIO PAGOLA, vgentza@euskalnet.net
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DOMINGO III durante el AÑO ciclo A 2011
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EVANGELIO del DOMINGO
Power Point | |
REFLEXIÓN sobre el EVANGELIO
Power Point |
Hoy |
Les recomiendo bajar y leer (y disfrutar) "Un Señor como Dios manda"...
Del libro "Cuando nada te basta" del rabino Harold Khusner, transcribo el primer capítulo (buena lectura de verano)
Cómo dar sentido a tu vida
UNO ¿Qué era lo que tenía que hacer yo con mi vida?
Si a cualquier persona se le pregunta qué es más importante para ella, ganar dinero o dedicarse a su familia, casi todos responderán familia sin vacilación. Pero si observamos cómo esa misma persona invierte su tiempo y sus energías, comprobaremos que no vive de acuerdo con sus ideales. Ese hombre se ha dejado convencer de que, si se va más temprano a trabajar por la mañana y vuelve más cansado por la noche, está demostrando cuánto quiere a su familia porque se desvive para brindarle todos los bienes materiales que se publicitan.
Si a cualquier individuo le preguntamos qué significa más para él —o ella—, contar con la aprobación de los extraños o con el afecto de los seres queridos, no podrá siquiera comprender por qué le hemos formulado tal pregunta. Obviamente, los seres más importantes para él son los de su familia y sus amigos íntimos. Sin embargo, ¿cuántos de nosotros hemos sofocado la espontaneidad de nuestros hijos por temor a lo que pudieran pensar vecinos o desconocidos? ¿Cuántas veces hemos descargado sobre las personas que teníamos más cerca el enojo por lo que alguien nos hizo en el trabajo? ¿Y cuántos nos hemos vuelto irritables en casa porque estábamos haciendo dieta para ser más atractivos ante los ojos de gente que no nos conoce lo suficiente como para ver más allá de las apariencias?
Preguntémosle a cualquiera qué pretende de la vida, y probablemente nos responderá: "Lo único que quiero es ser feliz". Y yo le creo. Creo que la mayoría de la gente aspira a ser feliz, que todos se empeñan al máximo para serlo. Compran libros, asisten a clases, cambian su estilo de vida en un esfuerzo siempre constante por alcanzar ese bien tan difícil de definir que es la felicidad. Pero a pesar de todo eso sospecho que la mayoría de la gente, casi todo el tiempo, no lo es.
¿Por qué es tan ilusoria esa sensación de felicidad tanto para las personas que encuentran lo que quieren en la vida como para las que no lo hallan? ¿Por qué algunas personas, que tienen tantos motivos para ser felices, sienten íntimamente que algo les falta? ¿Querer ser feliz es pedirle demasiado a la vida? ¿No será que la felicidad, como la juventud eterna o el movimiento perpetuo, es un fin inalcanzable por más que nos esforcemos en alcanzarlo? ¿O acaso es posible que el hombre sea feliz pero lo que sucede es que ha equivocado el camino?
Oscar Wilde cierta vez escribió que "En este mundo, sólo existen dos tragedias. Una es no obtener lo que deseamos, y la otra es obtenerlo". Lo que él trataba de advertirnos es que, por mucho que nos afanemos por hacer las cosas bien, el éxito no nos dejará satisfechos. Cuando llegamos a ese punto después de sacrificar tantas cosas en aras del éxito, comprendemos que no era eso lo que queríamos. Los que tienen dinero y poder saben algo que tú y yo desconocemos y que hasta no nos atreveríamos a creer si alguien nos lo dijera. El dinero y el poder no satisfacen ese hambre indefinible del alma. Hasta los ricos y poderosos anhelan algo más. Nos enteramos de los problemas de familia que aquejan a ricos y poderosos, los vemos representados en obras de ficción por la televisión, pero jamás recibimos el mensaje. Por el contrario, pensamos que si nosotros tuviéramos todo lo de ellos, seríamos felices. Por mucho que nos esforcemos en ser del agrado de los demás, y aunque lo logremos, nunca pensamos que ha llegado el momento de descansar porque hemos obtenido lo que pretendíamos. Si el concepto que tenemos de nosotros mismos depende de nuestra popularidad y de la opinión que merezcamos ante los ojos de otra gente, siempre estaremos sujetos a esa otra gente. Y un día cualquiera, ellos podrán sacarnos la alfombra sobre la cual estamos parados.
Recuerdo haber leído la historia de un muchacho que se fue de su casa para buscar fama y fortuna en Hollywood. Tres eran las ilusiones que lo alentaban al partir: ver su nombre en luces de neón, comprarse un Rolls-Royce y casarse con la ganadora de algún concurso de belleza. A los treinta años había alcanzado las tres metas, pero era un hombre deprimido, incapaz de realizar un trabajo creativo pese a (o tal vez debido a) que sus sueños se habían hecho realidad. A los treinta, ya no tenía más miras. ¿Qué le quedaba por hacer el resto de su existencia?
En los últimos tiempos, varios autores han mencionado "el fenómeno del impostor", refiriéndose a la sensación de muchas personas para quienes su éxito es inmerecido, el miedo a que algún día alguien los desenmascare y así se sepa que son unos farsantes. A pesar de todos los atavíos exteriores del éxito, se sienten huecos por dentro. Nunca pueden sentarse a descansar y disfrutar de sus logros porque necesitan un triunfo atrás de otro, precisan una reafirmación constante por parte de la gente que los rodea para acallar la voz interior que no cesa de decirles: "Si ellos te conocieran como yo, sabrían que eres un mentiroso".
Así, la mujer que soñaba casarse con un prestigioso médico y vivir en una hermosa casa de un barrio elegante puede ser que encuentre al hombre deseado y la casa de sus sueños, pero a lo mejor no entiende por qué todas las mañanas se pregunta si la vida no es más que eso. Sale a almorzar con las amigas, trabaja en obras de beneficencia, tal vez ponga una boutique con la esperanza de que, si llena sus días también llenará el tremendo vacío de su alma. Empero, por mucha que sea la actividad que despliegue, jamás se sacia su hambre interior.
Nuestras almas no están sedientas de fama, confort, riqueza ni poder. Esas gratificaciones crean casi tantos problemas como los que resuelven. Nuestras almas están sedientas de sentido. Lo que anhelan es la sensación de que hemos aprendido a vivir de manera tal que nuestra existencia sea importante de modo que el mundo sea al menos un poco distinto por el hecho de que nosotros hayamos transitado por él.
Cuando estaba leyendo el libro El hombre moderno en busca de su alma, de Carl Jung, varios de sus párrafos me sorprendieron por lo profundos. Me dieron la impresión de que un hombre que había vivido antes de que yo naciera me conocía más que yo mismo. El primero de esos pasajes decía: "Aproximadamente un tercio de mis pacientes no padece una neurosis definible en términos clínicos sino más bien sufre por la insensatez y futilidad de su vida. Esto puede denominarse la neurosis general de nuestros tiempos".
Tuve que reconocer que tenía razón. Sus palabras son tan vigentes para nuestra época como lo fueron para los años de 1920 y 1930, cuando las escribió. Lo que nos frustra y nos impide ser felices es que nuestras vidas carezcan de sentido.
¿Qué encierra la vida aparte del mero hecho de existir, comer, dormir, trabajar y procrear hijos? ¿Somos iguales a los animales salvo en la capacidad de cuestionarnos el sentido de la vida? Es muy difícil dar respuesta a este interrogante, pero más difícil aún es evitar responderlo. Quizá podamos postergar unos años la respuesta, mientras estamos ocupados con decisiones vinculadas con la educación o el matrimonio. En esas primeras décadas, otras personas tienen más influencia sobre nuestra vida que nosotros mismos. Pero tarde o temprano habremos de plantearnos: "Qué tengo que hacer con mi vida? ¿Cómo debo vivir de modo que mi paso por este mundo sea algo más que un breve fogonazo de existencia biológica que habrá de desaparecer para siempre?"
El director de un museo entomológico de Gales me mostró una vez la "polilla sin boca", una variedad de oruga que pone sus huevos y luego se convierte en una mariposa que carece de sistema digestivo. Como no tiene forma de ingerir alimento, a las pocas horas muere. La naturaleza ha creado este ser sólo para que se reproduzca y continúe la vida de la especie. Una vez lograda su misión, no hay motivo para que siga viviendo, y por ende se lo programa para morir. ¿Acaso nosotros somos así? ¿Nuestro único objetivo es tener hijos para perpetuar la raza humana? Y luego de haberlo hecho, ¿es nuestro destino desaparecer y hacer lugar a la nueva generación? ¿O es que nuestra vida tiene otro designio aparte de la simple existencia? Con nuestra desaparición, ¿el mundo va a perder algo o sólo estará menos abarrotado? Tal como Jung supo captarlo, éstas no son unas meras preguntas abstractas para tratar en una reunión social. Son, por el contrario, temas acuciantes, que si no podemos responder nos sumirán en el desaliento y la melancolía.
Una tarde vino un hombre a visitarme a mi oficina. El día anterior me había llamado para pedirme una entrevista porque quería conversar conmigo sobre una cuestión religiosa. Por la índole de mi trabajo, yo ya sé que una "cuestión religiosa" puede significar desde por qué Dios permite que exista el mal en el mundo hasta dónde se deben ubicar los padres del novio en una ceremonia nupcial. Charlamos durante unos minutos acerca de su infancia, la educación religiosa que había recibido, y luego me contó el motivo de su preocupación.
"Hace quince días fui por primera VOZ en la vida al entierro de un hombre de mi edad. No era muy amigo de él, pero trabajábamos juntos, hablábamos de vez en cuando, teníamos hijos de la misma edad. Este muchacho se murió de repente un fin de semana. Sé positivamente que los que fuimos al sepelio pensábamos 'Bien podría haber sido yo'. Eso sucedió hace quince días. Ya le pusieron un reemplazante en la oficina, y me he enterado de que la mujer se muda a otra ciudad, para vivir con sus padres. Hace dos semanas él trabajaba a cinco metros de mi escritorio, y ahora es como si nunca hubiera existido. Como cuando uno arroja una piedra al río: durante unos instantes se forman ondas en el agua, pero luego el agua queda como antes, y la piedra ya no está. Casi no he dormido desde aquel día, rabino. No puedo dejar de pensar que lo mismo podría ocurrirme a mí, que en algún momento por cierto me ocurrirá, y que a los pocos días nadie me recordará, como si jamás hubiese existido. ¿Es que la vida de un hombre no debe ser algo más que eso?".
Si un árbol se desploma en el bosque y no hay nadie cerca para oírlo, ¿acaso hace ruido? Si una persona vive y muere y nadie se percata de ello, si el mundo continúa su curso habitual, ¿esa persona estuvo realmente viva? Estoy convencido de que el motivo de nuestros desvelos no es tanto el miedo a la muerte como el temor a que nuestra vida no haya tenido trascendencia en el mundo, que dé lo mismo que hayamos existido, o no. Por ricos que seamos en bienes materiales, lo que anhelamos es un sentido de trascendencia.
Por más que tengamos todos los bienes deseados, podemos sentirnos vacíos. Quizás hayamos llegado a la cúspide de nuestra profesión, y a pesar de todo sintamos que algo nos falta. Aunque todo el mundo nos envidie, a lo mejor notamos la ausencia de una verdadera plenitud en nuestra vida. Por eso solemos recurrir a la terapia para que nos ayude a llenar el vacío y dar solidez a nuestra vida. No siempre recordamos que el sentido originario y literal de la palabra "psicoterapia" es "el cuidado y la cura del alma". Personalmente yo he recibido el beneficio de la terapia en ciertos momentos de mi vida en que me abrumaban los problemas y necesitaba que alguien de afuera, un experto, me hiciera ver que ciertas cosas que yo hacía iban en mi propio perjuicio. Necesitaba que alguien me dijera que estaba evitando enfrentar algunas verdades. Además, he utilizado los conocimientos de la psicología y la psicoterapia para ilustrar mis sermones y para aconsejar a atribulados miembros de mi feligresía. Sé positivamente que la terapia tiene valores, pero son valores de adaptación a lo que es, y no una visión de un mundo que aún no existe. El terapeuta puede desentrañar algunas de las marañas emocionales en que nos hemos enredado, eliminar ciertos obstáculos que nos impiden alcanzar la felicidad, puede hacernos menos desdichados, pero no puede hacernos felices. En el mejor de los casos, puede llevarnos a fojas cero en una situación emocionalmente negativa, desbloquear nuestra capacidad de tener una vida plena y trascendente, pero nada más. Cuando alguien acude a mí con sus angustias personales, trato de dejar en claro que no soy un terapeuta, o sea que no puedo tratarlo como lo hace un profesional, pero sí estoy en condiciones de brindarle algo que no ofrece el terapeuta: una definición de lo que es vivir bien o mal; libertad para juzgar sus actos e indicarle que algo anda mal en el sentido moral, no sólo en un plano funcional, y que sería aconsejable emprender otro curso de acción.
Tengo presente un viejo refrán yiddish: "Para el gusano que habita en el rábano, todo el mundo es un rábano". Es decir, si nunca hemos conocido otra alternativa, damos por sentado que la única forma de vivir es la nuestra, con toda su carga de frustraciones. Llegamos a creer que en la vida siempre ha habido embotellamientos de tránsito y contaminación ambiental. La psicoterapia puede ayudarnos a enfrentar el hecho de que el mundo en que vivimos es un rábano, puede quitarnos las fantasías idealistas, puede enseñarnos a adaptarnos mejor a este mundo y por ende sentirnos menos desengañados por él. Lo que no puede es internarnos en un mundo que nunca hemos visto ni probado. La psicología tal vez nos enseñe a ser normales, pero es preciso buscar en otra parte la ayuda necesaria para volvernos humanos.
La posibilidad de que la vida tenga sentido es un interrogante religioso, no porque tenga que ver con la fe ni con la concurrencia al templo, sino porque se refiere a valores fundamentales. Es una cuestión religiosa porque nos plantea qué queda por hacer cuando uno ya ha aprendido todo lo que hay por aprender, y resuelto todos los problemas que se pueden resolver. La religión centra su mira en la diferencia que hay entre el ser humano y las demás especies, y en la búsqueda de un objetivo lo suficientemente importante como para que nuestra vida adquiera sentido por el mero hecho de que adhiramos a dicho propósito.
La declaración de la Independencia nos garantiza el derecho de procurar la felicidad, pero como se trata de un documento político y no religioso, no nos advierte sobre las frustraciones que pueden sobrevenir al tratar de ejercitar dicho derecho, ya que la búsqueda de la felicidad no es un fin aconsejable. Uno no adquiere la felicidad por el solo hecho de perseguirla. Se es feliz cuando se lleva una vida plena de sentido. Las personas más felices que conocemos probablemente no sean las más ricas y famosas, ni las que más se empeñan en ser felices leyendo artículos sobre el tema o plegándose siempre a las últimas modas. Por el contrario, tengo la impresión de que las personas más dichosas son las que procuran ser siempre amables, serviciales y confiables, que la felicidad entra en SUS vidas mientras ellas están muy ocupadas haciendo todas esas cosas. No se es feliz con sólo perseguir la felicidad, ésta es siempre un subproducto, no el objetivo principal. La felicidad es como una mariposa; cuanto más la perseguimos más lejos vuela y se esconde. Pero si no le damos caza, si dejamos la red y nos ocupamos de actividades más productivas, se nos acercará por detrás y se posará en nuestro hombro.
Tengo presente un viejo refrán yiddish: "Para el gusano que habita en el rábano, todo el mundo es un rábano". Es decir, si nunca hemos conocido otra alternativa, damos por sentado que la única forma de vivir es la nuestra, con toda su carga de frustraciones. Llegamos a creer que en la vida siempre ha habido embotellamientos de tránsito y contaminación ambiental. La psicoterapia puede ayudarnos a enfrentar el hecho de que el mundo en que vivimos es un rábano, puede quitarnos las fantasías idealistas, puede enseñarnos a adaptarnos mejor a este mundo y por ende sentirnos menos desengañados por él. Lo que no puede es internarnos en un mundo que nunca hemos visto ni probado. La psicología tal vez nos enseñe a ser normales, pero es preciso buscar en otra parte la ayuda necesaria para volvernos humanos.
La posibilidad de que la vida tenga sentido es un interrogante religioso, no porque tenga que ver con la fe ni con la concurrencia al templo, sino porque se refiere a valores fundamentales. Es una cuestión religiosa porque nos plantea qué queda por hacer cuando uno ya ha aprendido todo lo que hay por aprender, y resuelto todos los problemas que se pueden resolver. La religión centra su mira en la diferencia que hay entre el ser humano y las demás especies, y en la búsqueda de un objetivo lo suficientemente importante como para que nuestra vida adquiera sentido por el mero hecho de que adhiramos a dicho propósito.
La declaración de la Independencia nos garantiza el derecho de procurar la felicidad, pero como se trata de un documento político y no religioso, no nos advierte sobre las frustraciones que pueden sobrevenir al tratar de ejercitar dicho derecho, ya que la búsqueda de la felicidad no es un fin aconsejable. Uno no adquiere la felicidad por el solo hecho de perseguirla. Se es feliz cuando se lleva una vida plena de sentido. Las personas más felices que conocemos probablemente no sean las más ricas y famosas, ni las que más se empeñan en ser felices leyendo artículos sobre el tema o plegándose siempre a las últimas modas. Por el contrario, tengo la impresión de que las personas más dichosas son las que procuran ser siempre amables, serviciales y confiables, que la felicidad entra en SUS vidas mientras ellas están muy ocupadas haciendo todas esas cosas. No se es feliz con sólo perseguir la felicidad, ésta es siempre un subproducto, no el objetivo principal. La felicidad es como una mariposa; cuanto más la perseguimos más lejos vuela y se esconde. Pero si no le damos caza, si dejamos la red y nos ocupamos de actividades más productivas, se nos acercará por detrás y se posará en nuestro hombro.
Para citar a Jung una vez más "Pasamos por alto el hecho esencial de que para alcanzar las metas que premia la sociedad debemos renunciar a una parte de nuestra personalidad. Muchos aspectos de la vida que debían haberse experimentado yacen en el desván de los viejos recuerdos". Al leer esa frase tuve la sensación de estar frente a una verdad que siempre supe en lo íntimo, pero jamás me atreví a reconocer. Sólo ahora, pisando ya los cincuenta, me siento preparado como para enfrentarla. Al igual que mucha gente, había adquirido una gran eficiencia en ciertos aspectos de mi trabajo, pero a costa de distorsionar mi personalidad. Mi familia, mi propio sentido de la integridad habían pagado el precio, pero la sociedad me gratificaba tanto, que yo no me daba cuenta de lo que hacía. Las palabras elogiosas de la gente sofocaban esa vocecita interior que me advertía que estaba dejando algo de lado.
Recuerdo las innumerables noches en que me dejé convencer de que asistir a una reunión de trabajo (por tercera vez en la misma semana) era más importante que estar en casa con mi familia, y que el comité no podía funcionar sin mí. (Sólo años más tarde, un pastor amigo mío me dijo: "Dios puede usarte, pero El no te necesita".) Pienso en cuántas veces concedí entrevistas de asesoramiento en horarios convenientes para la otra persona, pero que a mí me significaban tener que saltar la cena. Hace unos años me invitaron a disertar ante una promoción de egresados de un seminario rabínico. A esos jóvenes que estaban a punto de iniciar su ministerio, les dije: "Habrá viernes por la noche en que obligarán a su familia a comer de prisa para poder ustedes llegar a horario al templo y hablar del sábado como un día que debe dedicarse por entero a la familia. Habrá ocasiones en que dejen en su casa a un hijo enfermo, o un hijo que está estudiando para una prueba, para correr a hablar al grupo juvenil del templo acerca de los valores religiosos. Habrá domingos en que cancelarán un paseo familiar para oficiar en un funeral, en el cual elogiarán al muerto por haber sido un hombre que nunca permitió que el trabajo interfiriera con las obligaciones que lo ataban a su familia. Y lo peor de todo es que, cuando procedan así, ni siquiera sé percatarán de lo que hacen".
Una vez leí una entrevista que le hacían a uno de los más prominentes consignatarios de automóviles del país. Cuando se le preguntó cuál era el secreto de su éxito, respondió: "A todo el que entra en mi salón de ventas lo trato como si fuera mi mejor amigo. Averiguo cuáles son las cosas que le gustan, en qué trabaja, y sea cual fuere su respuesta, finjo un gran interés. Me muestro tan cautivado por todo lo suyo, que el hombre no puede menos de desear comprarme un auto". Estas palabras me hicieron pensar en lo triste que es tener que ganarse la vida de esa forma: fingiendo que a uno le agradan todas las personas hasta el punto de olvidar lo hermoso que es disfrutar de la compañía de otro como un amigo, no sólo como un comprador en potencia. La emoción buscada ex profeso reemplaza a la emoción genuina hasta que llega un momento en que uno ya no sabe ni lo que siente. Tal vez sea por eso que hay tanta falsa amabilidad y tan poca amistad verdadera en la vida del norteamericano de hoy.
Y lo más lamentable es que la sociedad aplaude este desatino, nos honra por nuestro éxito económico, nos alaba por nuestra abnegación.
Para alcanzar las metas que premia la sociedad debemos renunciar a una parte de nuestra personalidad. Las fuerzas de la sociedad no permiten que el hombre sea un ser íntegro porque les es más útil cuando una parte de él se desarrolla en exceso. Al igual que los perros de caza a los que se entrena para que cobren la presa y la traigan en la boca sin darles ni un mordisco, nos hemos vuelto útiles a la sociedad a costa de negar nuestros instintos más saludables.
Este libro no da recetas para lograr la fama ni la felicidad. Eso se puede hallar en muchos otros textos. Trata, en cambio, sobre cómo tener éxito, aunque no en el sentido que suele asignársele a la palabra, sobre la forma de ser humano, de sentirse más importante que una polilla que vive un instante para después morir. Enseña a saber si hemos vivido como corresponde, si no hemos malgastado nuestra existencia. Hablaremos sobre el modo de dar sentido a nuestra vida, para tener la certeza de que no la hemos derrochado y que el mundo va a ser distinto por el mero hecho de que hayamos transitado por él. Es un libro escrito por un hombre que ha llegado a la edad madura que intenta transmitirte algunas cosas que sabe ahora, pero que desearía haber sabido cuando era más joven.
Recuerdo las innumerables noches en que me dejé convencer de que asistir a una reunión de trabajo (por tercera vez en la misma semana) era más importante que estar en casa con mi familia, y que el comité no podía funcionar sin mí. (Sólo años más tarde, un pastor amigo mío me dijo: "Dios puede usarte, pero El no te necesita".) Pienso en cuántas veces concedí entrevistas de asesoramiento en horarios convenientes para la otra persona, pero que a mí me significaban tener que saltar la cena. Hace unos años me invitaron a disertar ante una promoción de egresados de un seminario rabínico. A esos jóvenes que estaban a punto de iniciar su ministerio, les dije: "Habrá viernes por la noche en que obligarán a su familia a comer de prisa para poder ustedes llegar a horario al templo y hablar del sábado como un día que debe dedicarse por entero a la familia. Habrá ocasiones en que dejen en su casa a un hijo enfermo, o un hijo que está estudiando para una prueba, para correr a hablar al grupo juvenil del templo acerca de los valores religiosos. Habrá domingos en que cancelarán un paseo familiar para oficiar en un funeral, en el cual elogiarán al muerto por haber sido un hombre que nunca permitió que el trabajo interfiriera con las obligaciones que lo ataban a su familia. Y lo peor de todo es que, cuando procedan así, ni siquiera sé percatarán de lo que hacen".
Una vez leí una entrevista que le hacían a uno de los más prominentes consignatarios de automóviles del país. Cuando se le preguntó cuál era el secreto de su éxito, respondió: "A todo el que entra en mi salón de ventas lo trato como si fuera mi mejor amigo. Averiguo cuáles son las cosas que le gustan, en qué trabaja, y sea cual fuere su respuesta, finjo un gran interés. Me muestro tan cautivado por todo lo suyo, que el hombre no puede menos de desear comprarme un auto". Estas palabras me hicieron pensar en lo triste que es tener que ganarse la vida de esa forma: fingiendo que a uno le agradan todas las personas hasta el punto de olvidar lo hermoso que es disfrutar de la compañía de otro como un amigo, no sólo como un comprador en potencia. La emoción buscada ex profeso reemplaza a la emoción genuina hasta que llega un momento en que uno ya no sabe ni lo que siente. Tal vez sea por eso que hay tanta falsa amabilidad y tan poca amistad verdadera en la vida del norteamericano de hoy.
Y lo más lamentable es que la sociedad aplaude este desatino, nos honra por nuestro éxito económico, nos alaba por nuestra abnegación.
Para alcanzar las metas que premia la sociedad debemos renunciar a una parte de nuestra personalidad. Las fuerzas de la sociedad no permiten que el hombre sea un ser íntegro porque les es más útil cuando una parte de él se desarrolla en exceso. Al igual que los perros de caza a los que se entrena para que cobren la presa y la traigan en la boca sin darles ni un mordisco, nos hemos vuelto útiles a la sociedad a costa de negar nuestros instintos más saludables.
Este libro no da recetas para lograr la fama ni la felicidad. Eso se puede hallar en muchos otros textos. Trata, en cambio, sobre cómo tener éxito, aunque no en el sentido que suele asignársele a la palabra, sobre la forma de ser humano, de sentirse más importante que una polilla que vive un instante para después morir. Enseña a saber si hemos vivido como corresponde, si no hemos malgastado nuestra existencia. Hablaremos sobre el modo de dar sentido a nuestra vida, para tener la certeza de que no la hemos derrochado y que el mundo va a ser distinto por el mero hecho de que hayamos transitado por él. Es un libro escrito por un hombre que ha llegado a la edad madura que intenta transmitirte algunas cosas que sabe ahora, pero que desearía haber sabido cuando era más joven.
Al escribir esta obra me ha ayudado el deseo de ayudar a la gente a superar una suerte muy sutil de tragedia: el hastío; la sensación de futilidad y falta de propósito de la propia vida. Se trata de un mal muy peligroso porque no siempre nos damos cuenta de que lo padecemos y porque nos ataca furtivamente. Nos quita la alegría de vivir, y cuando nos damos cuenta de lo que ocurre, ya es demasiado tarde para solucionarlo. Este libro se propone ayudarte a superar el miedo a que vamos a vivir y después morir, y que tanto le da al mundo que vivamos como que dejemos de existir.
Comencé a escribir un libro totalmente distinto en el que relataba los problemas de otra gente y daba muchos consejos sobre la forma de resolverlos. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que faltaba algo. Entonces comprendí que debía partir de mi experiencia, de mis problemas y mi confusión, y no de los de otras personas. Tenía que ser un libro muy personal pero no debía dedicarme a hablar sobre la búsqueda de trascendencia en abstracto, sino sobre mi propia búsqueda, con todos sus errores y desilusiones.
Tres cosas me sucedieron en estos últimos cinco años que me han hecho reformular mi modo de encarar la vida. Primero, la muerte de un hijo mío de catorce años a causa de un mal incurable, me llevó a relatar en un libro cómo hice para sobrevivir al dolor. Lo escribí por una necesidad profunda de contar la histona sin esperar que lo leyese más que un reducido número de amigos íntimos. Para mi gran sorpresa (y la de los editores que me lo habían rechazado), se convirtió en un bestseller internacional. Pese a los años transcurridos, sigo recibiendo cartas de agradecimiento de personas que se sintieron alentadas y reconfortadas con su lectura. El éxito de la obra me significó cierto grado de fama y de fortuna, me tuvo terriblemente ocupado durante varios años, deterioró mi salud al tiempo que me traía aparejados problemas con mi familia y toda otra actividad mía no vinculada con el libro. Pero, fundamentalmente, me obligó a dilucidar los efectos deseables —y los que no lo eran— de todo ese esplendor. A cada instante me preguntaba: "¿Realmente es esto lo que pretendo de la vida?". En ocasiones la respuesta era un categórico sí y otras veces un desganado no. Empero, tuve que plantearme el interrogante con una asiduidad y una insistencia desconocidas. Vi que tenía que decidir cómo quería invertir las energías y el tiempo limitados con que cuento, por qué cosas deseaba que me recordaran. Los errores que cometí y las lecciones qué aprendí al tratar de resolver esos interrogantes constituyen el fundamento de esta obra.
El segundo hecho que me conmovió fue que murió mi padre poco antes de cumplir los ochenta y cuatro años, obligándome a encarar el tema de la mortalidad, tanto la suya como la mía. Me vi forzado a reconocer que hasta la vida más larga y fructífera en algún momento toca su fin. De pronto me veía en la necesidad de determinar cuáles, de los muchos logros de mi padre, morían con él, y cuáles perduraban confiriéndole cierto grado de inmortalidad. Debido a su fallecimiento yo pasaba a ser la generación mayor, y era hora de ponerme a pensar qué aspectos de mi existencia serían impereceros manteniendo vivo mi recuerdo.
Por último, cuando ya había empezado a escribir este libro, cumplí cincuenta años. De chico, nunca le tuve miedo a la vejez como le sucede a tanta gente. Al fin y al cabo, provengo de la tradición judía que venera la madurez y la sabiduría más que el vigor juvenil. Los cuarenta me parecían una edad apropiada para dar sermones acerca de la forma de enfrentar la vida, pero ya cincuenta era la ancianidad, puesto que me ubicaba más cerca del ocaso de la vida que de sus albores. Por mucho que hubiera leído antes, no me sentía preparado para afrontar la sorpresa de haber llegado a los cincuenta. Y sin embargo fue tan fácil. Ahora me siento más asentado, comprendo mejor quién soy. A los treinta, incluso a los cuarenta, todavía me planteaba cómo habría de ser mi vida. A los treinta, mi mujer y yo planificábamos la familia, pensábamos en tener hijos. No había completado aún la etapa de aprendiz en mi carrera puesto que trabajaba como rabino adjunto en una comunidad suburbana. A los treinta y cinco me consumía el desasosiego; me tironeaba por un lado el trabajo y por el otro la familia. A los cuarenta, me negaba a aceptar el hecho de que algunos de mis sueños más caros jamás habrían de concretarse. Me rebelaba contra la injusticia de la vida. Pero ahora que tengo cincuenta siento que los principales interrogantes de mi existencia han hallado su respuesta, algunas de ellas satisfactorias y otras no tanto. Tengo la esperanza de que la vida aún me depare sorpresas. Espero no haber dejado de crecer. Pero las tormentas y las incertidumbres que me aquejaban de joven parecen haber amainado.
La necesidad de trascendencia no es de carácter biológico como lo es la necesidad de aire o de alimento. Tampoco es psicológica corno la necesidad de ser aceptado y sentir autoestima. Se trata de una carencia religiosa, una sed fundamental que padece el alma. Por eso es que debemos acudir a la religión para saciarla.
Comencé a escribir un libro totalmente distinto en el que relataba los problemas de otra gente y daba muchos consejos sobre la forma de resolverlos. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que faltaba algo. Entonces comprendí que debía partir de mi experiencia, de mis problemas y mi confusión, y no de los de otras personas. Tenía que ser un libro muy personal pero no debía dedicarme a hablar sobre la búsqueda de trascendencia en abstracto, sino sobre mi propia búsqueda, con todos sus errores y desilusiones.
Tres cosas me sucedieron en estos últimos cinco años que me han hecho reformular mi modo de encarar la vida. Primero, la muerte de un hijo mío de catorce años a causa de un mal incurable, me llevó a relatar en un libro cómo hice para sobrevivir al dolor. Lo escribí por una necesidad profunda de contar la histona sin esperar que lo leyese más que un reducido número de amigos íntimos. Para mi gran sorpresa (y la de los editores que me lo habían rechazado), se convirtió en un bestseller internacional. Pese a los años transcurridos, sigo recibiendo cartas de agradecimiento de personas que se sintieron alentadas y reconfortadas con su lectura. El éxito de la obra me significó cierto grado de fama y de fortuna, me tuvo terriblemente ocupado durante varios años, deterioró mi salud al tiempo que me traía aparejados problemas con mi familia y toda otra actividad mía no vinculada con el libro. Pero, fundamentalmente, me obligó a dilucidar los efectos deseables —y los que no lo eran— de todo ese esplendor. A cada instante me preguntaba: "¿Realmente es esto lo que pretendo de la vida?". En ocasiones la respuesta era un categórico sí y otras veces un desganado no. Empero, tuve que plantearme el interrogante con una asiduidad y una insistencia desconocidas. Vi que tenía que decidir cómo quería invertir las energías y el tiempo limitados con que cuento, por qué cosas deseaba que me recordaran. Los errores que cometí y las lecciones qué aprendí al tratar de resolver esos interrogantes constituyen el fundamento de esta obra.
El segundo hecho que me conmovió fue que murió mi padre poco antes de cumplir los ochenta y cuatro años, obligándome a encarar el tema de la mortalidad, tanto la suya como la mía. Me vi forzado a reconocer que hasta la vida más larga y fructífera en algún momento toca su fin. De pronto me veía en la necesidad de determinar cuáles, de los muchos logros de mi padre, morían con él, y cuáles perduraban confiriéndole cierto grado de inmortalidad. Debido a su fallecimiento yo pasaba a ser la generación mayor, y era hora de ponerme a pensar qué aspectos de mi existencia serían impereceros manteniendo vivo mi recuerdo.
Por último, cuando ya había empezado a escribir este libro, cumplí cincuenta años. De chico, nunca le tuve miedo a la vejez como le sucede a tanta gente. Al fin y al cabo, provengo de la tradición judía que venera la madurez y la sabiduría más que el vigor juvenil. Los cuarenta me parecían una edad apropiada para dar sermones acerca de la forma de enfrentar la vida, pero ya cincuenta era la ancianidad, puesto que me ubicaba más cerca del ocaso de la vida que de sus albores. Por mucho que hubiera leído antes, no me sentía preparado para afrontar la sorpresa de haber llegado a los cincuenta. Y sin embargo fue tan fácil. Ahora me siento más asentado, comprendo mejor quién soy. A los treinta, incluso a los cuarenta, todavía me planteaba cómo habría de ser mi vida. A los treinta, mi mujer y yo planificábamos la familia, pensábamos en tener hijos. No había completado aún la etapa de aprendiz en mi carrera puesto que trabajaba como rabino adjunto en una comunidad suburbana. A los treinta y cinco me consumía el desasosiego; me tironeaba por un lado el trabajo y por el otro la familia. A los cuarenta, me negaba a aceptar el hecho de que algunos de mis sueños más caros jamás habrían de concretarse. Me rebelaba contra la injusticia de la vida. Pero ahora que tengo cincuenta siento que los principales interrogantes de mi existencia han hallado su respuesta, algunas de ellas satisfactorias y otras no tanto. Tengo la esperanza de que la vida aún me depare sorpresas. Espero no haber dejado de crecer. Pero las tormentas y las incertidumbres que me aquejaban de joven parecen haber amainado.
La necesidad de trascendencia no es de carácter biológico como lo es la necesidad de aire o de alimento. Tampoco es psicológica corno la necesidad de ser aceptado y sentir autoestima. Se trata de una carencia religiosa, una sed fundamental que padece el alma. Por eso es que debemos acudir a la religión para saciarla.
DOS El libro más peligroso de la Biblia
Justino