140
Camino de Vida 140
Necochea, 4 de marzo de 2011
SALMO RESPONSORIAL
EVANGELIO del DOMINGO
REFLEXIÓN sobre el EVANGELIO ¡Nuevo! video
Horarios de Misas en marzo en Medalla Milagrosa sábados a las 19, domingos a las 10 y a las 19.
9 Tiempo ordinario (A) Mateo 7, 21-27
LA FUERZA DEL EVANGELIO
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, vgentza@euskalnet.net SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA). ECLESALIA, 02/03/11.- Mateo concluye el gran discurso de Jesús en una montaña de Galilea con dos breves parábolas, narradas con maestría y fáciles de recordar por todos. Su mensaje es de importancia decisiva: seguir a Jesús consiste en «escuchar sus palabras» y en «ponerlas en práctica». Si no lo hacemos así nuestro cristianismo es una insensatez. No tiene sentido alguno.
El hombre sensato construye su casa sobre roca firme. Por eso, cuando llegan las lluvias torrenciales del invierno y el agua desciende de los montes y soplan los fuertes vientos del Mediterráneo, la casa no se hunde: «está cimentada sobre roca». Así es la Iglesia formada por creyentes que se esfuerzan por escuchar el Evangelio y ponerlo en práctica.
El hombre necio, por el contrario, construye su casa sobre arena, en el fondo del valle. Por eso, al llegar las lluvias, los aluviones y el vendaval, la casa «se hunde totalmente». Así se desmorona el cristianismo cuando no está fundamentado en la roca del Evangelio escuchado y practicado en las comunidades.
En la conciencia moderna se ha producido un profundo cambio cultural que está poniendo en crisis el nacimiento y la vivencia de la fe cristiana. Cada vez se va haciendo más difícil despertar una fe viva en Dios y en Jesucristo por vía de “adoctrinamiento”. Señalemos dos causas fáciles de detectar.
Por una parte, está en crisis la autoridad, toda autoridad. Es difícil que la fe brote hoy de la obediencia a una autoridad religiosa que se presente como poseedora de la verdad. La palabra que pronuncia la Iglesia desde su posición de autoridad sagrada no resulta hoy por sí misma ni creíble ni atractiva.
Por otra parte, más que doctrina religiosa, las personas buscan una experiencia que les ayude a vivir con sentido y esperanza. Muchos hombres y mujeres se distancian casi instintivamente de cualquier iniciación a la fe entendida como “proceso de aprendizaje”.
Hemos de creer mucho más en la fuerza transformadora del Evangelio. Las palabras de Jesús tienen más poder que nuestras doctrinas. Su Buena Noticia es más atractiva que todos nuestros sermones. ¿No ha llegado el momento de formar grupos, crear espacios, posibilitar encuentros en los que la gente de hoy tenga la oportunidad de entrar en contacto directo con el Evangelio para escuchar a Jesús y descubrir juntos su Buena Noticia?
Muchos que se sienten perdidos y viven sin esperanza podrían descubrir con alegría que no están solos, que pueden confiar en un Dios Padre y que pueden vivir con la esperanza de Jesús. Es lo que más necesitan.
"Cuando
nada te basta" - Harold Kushner - Capítulo
VII
EVANGELIO del DOMINGO
REFLEXIÓN sobre el EVANGELIO ¡Nuevo! video
Horarios de Misas en marzo en Medalla Milagrosa sábados a las 19, domingos a las 10 y a las 19.
Evangelio del día |
LA FUERZA DEL EVANGELIO
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, vgentza@euskalnet.net SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA). ECLESALIA, 02/03/11.- Mateo concluye el gran discurso de Jesús en una montaña de Galilea con dos breves parábolas, narradas con maestría y fáciles de recordar por todos. Su mensaje es de importancia decisiva: seguir a Jesús consiste en «escuchar sus palabras» y en «ponerlas en práctica». Si no lo hacemos así nuestro cristianismo es una insensatez. No tiene sentido alguno.
El hombre sensato construye su casa sobre roca firme. Por eso, cuando llegan las lluvias torrenciales del invierno y el agua desciende de los montes y soplan los fuertes vientos del Mediterráneo, la casa no se hunde: «está cimentada sobre roca». Así es la Iglesia formada por creyentes que se esfuerzan por escuchar el Evangelio y ponerlo en práctica.
El hombre necio, por el contrario, construye su casa sobre arena, en el fondo del valle. Por eso, al llegar las lluvias, los aluviones y el vendaval, la casa «se hunde totalmente». Así se desmorona el cristianismo cuando no está fundamentado en la roca del Evangelio escuchado y practicado en las comunidades.
En la conciencia moderna se ha producido un profundo cambio cultural que está poniendo en crisis el nacimiento y la vivencia de la fe cristiana. Cada vez se va haciendo más difícil despertar una fe viva en Dios y en Jesucristo por vía de “adoctrinamiento”. Señalemos dos causas fáciles de detectar.
Por una parte, está en crisis la autoridad, toda autoridad. Es difícil que la fe brote hoy de la obediencia a una autoridad religiosa que se presente como poseedora de la verdad. La palabra que pronuncia la Iglesia desde su posición de autoridad sagrada no resulta hoy por sí misma ni creíble ni atractiva.
Por otra parte, más que doctrina religiosa, las personas buscan una experiencia que les ayude a vivir con sentido y esperanza. Muchos hombres y mujeres se distancian casi instintivamente de cualquier iniciación a la fe entendida como “proceso de aprendizaje”.
Hemos de creer mucho más en la fuerza transformadora del Evangelio. Las palabras de Jesús tienen más poder que nuestras doctrinas. Su Buena Noticia es más atractiva que todos nuestros sermones. ¿No ha llegado el momento de formar grupos, crear espacios, posibilitar encuentros en los que la gente de hoy tenga la oportunidad de entrar en contacto directo con el Evangelio para escuchar a Jesús y descubrir juntos su Buena Noticia?
Muchos que se sienten perdidos y viven sin esperanza podrían descubrir con alegría que no están solos, que pueden confiar en un Dios Padre y que pueden vivir con la esperanza de Jesús. Es lo que más necesitan.
Homilía de Monseñor Romero sobre los textos litúrgicos de hoy (4
de junio de 1978)
Hoy |
"Cuando
nada te basta" - Harold Kushner - Capítulo
VII
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Los que van a misa cada semana, más felices
Quienes acuden a la iglesia semanalmente son más
felices que quienes no lo hacen. Estos datos se
desprenden de un estudio realizado por Alexander
Ross, del Instituto de Ciencias Psicológicas...
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Nazar:
“Abusos, consecuencia de un sistema político autoritario
Diario El Comercial (Formosa Capital, Formosa) – Sección
Locales
El
principal referente de la oposición el padre Francisco
Nazar aseguró que lo denunciado por Telenoche Investiga,
“es una arista más y la consecuencia directa de un
sistema de corrupción generalizado que encuentra su
origen en un esquema político basado en la reelección
indefinida, la impunidad y la falta de división de
poderes”. El sacerdote que desde hace muchos años
realiza una tarea social y evangelizadora con los
pueblos originarios del extremo oeste formoseño, aseguró
que el informe de Telenoche Investiga sobre las
retenciones de las tarjetas sociales a los aborígenes
por parte de comerciantes y punteros políticos, “es una
demostración tan cruda como contundente de un sistema de
corrupción generalizado que encuentra su origen en la
reelección indefinida, la impunidad, la falta de
independencia del Poder Judicial”. “Estos hechos no son
casuales ni aislados, tanto el abuso de poder, como el
autoritarismo, como la represión, el narco escándalo, la
apropiación de DNI como mecanismo de coerción electoral,
y la apropiación ilegal de tarjetas sociales a los
aborígenes y no aborígenes, son productos de la
perversidad de un sistema político que nada tiene de
democrático, ni de humanista y menos de popular”
remarcó.
Texto
completo:
http://www.elcomercial.com.ar/ |
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La ayuda por hijo no bajó el empleo
infantil
Diario La
Nación –
Sección Economía – Por Silvia Stang
La
asignación por hijo que paga el Estado (mal llamada
universal porque, en rigor, no llega a todos) no logró,
por lo menos en su primer año de vigencia, un efecto
significativo en cuanto a aliviar la problemática del
trabajo infantil, más allá del aporte que esa política
social hace a la economía de las familias. Según los
resultados de una encuesta reciente, son alrededor de
980.000 los niños y adolescentes de entre 5 y 17 años
que, en los centros urbanos de la Argentina, trabajan
fuera de sus hogares, mientras que otros 420.000 hacen
tareas domésticas en forma intensiva, como cuidar a sus
hermanos o encargarse de las compras. Son, en total, el
15,5% de la población de esa edad -unos 1,4 millones de
chicos- según datos de un relevamiento del Barómetro de
la Deuda Social de la Infancia que elabora la
Universidad Católica Argentina (UCA). Según la encuesta,
el 9,6% de los menores trabaja en tareas no domésticas;
el 4,6% cumple funciones en el hogar, que son propias de
adultos, y el 1,3%, que representa a unos 115.000
menores, está afectado por ambas situaciones.
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Mujeres que
desafían las leyes de la pobreza
Diario La
Nación –
Sección Sociedad – Por Cecilia Zolezzi
Era uno de los
días más calurosos del año. Hacía 39°5 grados de
sensación térmica en Villa Albertina, en el barrio 2 de
Abril de Lomas de Zamora. El calor abrumador se
evidenciaba en los rostros de los habitantes de esta
zona, cuyas calles de tierra y pantano supieron albergar
en tiempos pasados los índices de delincuencia y pobreza
más altos del país. En este preciso lugar donde la
miseria y la violencia son moneda corriente, vive y
trabaja incansablemente un grupo de monjitas de la
organización Prodein, perteneciente a la congregación
Lumen Dei, que significa "luz de Dios". Las 14 hectáreas
en las que llevan adelante su labor social y educativa
en favor de niños y adultos representan una luz de
esperanza para la gente del barrio que, en su mayoría,
se gana la vida con changas, cartoneo o trabajos de
albañilería. Ni el calor ni los riesgos que afrontan
diariamente logran detener la sonrisa constante y el
empuje arrollador de estas hermanas cuya misión consiste
en la entrega y el servicio a los demás. "Nuestro
carisma es estar con el más necesitado. Donde se
necesita, allí estamos", explica la hermana Beatriz,
integrante de este puñado de valientes monjas que viven
en contenedores reciclados donde los climas extremos se
hacen sentir con dureza.
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Nazar reclamó
respuestas a Insfrán
Diario El
Comercial (Formosa Capital, Formosa) – Sección Locales
El
candidato a gobernador Francisco Nazar resaltó las
expectativas sociales existentes con respecto a los
anuncios que el Gobernador Gildo Insfrán, podría
realizar en oportunidad de la apertura del periodo de
sesiones ordinarias de la Legislatura provincial. Donde
seguramente "hará un balance de su gestión, rendirá
cuentas de la ejecución presupuestaria, dará
explicaciones sobre hechos provinciales que
escandalizaron al país y formulara el anunció del
aumento salarial y el plan para desendeudar a los
empleados públicos", aseguró. "Todos estos temas
despiertan expectativas, porque no sólo será una
rendición de cuentas de lo actuado, sino un adelanto de
lo que estaría por venir, y aquí lo salarial es tan
importante como las explicaciones que seguramente
brindará sobre cuestiones sensibles a la opinión
pública, como son los hechos sangrientos de La
Primavera, la represión a los estudiantes del ex Colegio
Nacional, los abusos contra las comunidades aborígenes y
los 701 kilos de marihuana encontrados en el patio de un
concejal de su partido, por el cual también se encuentra
detenido un jefe de la policía de su gobierno. Temas
cruciales sobre los cuales todavía no se expresaron ni
ofrecieron soluciones", adelantó Nazar.
Texto
completo:
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Buenanueva
consideró que la Iglesia debió participar más en defensa
de los desaparecidos por la dictadura
Portal Mendoza
Online – Sección Política – 18.02
El obispo
auxiliar de Mendoza está convencido de que los
integrantes de la Iglesia Católica pudieron haber
elegido otra estrategia frente a la dictadura militar de
la década del 70 y 80 en Argentina. Sin embargo la
mayoría se mantuvo en silencio o esquivos. Los dichos
fueron en relación a la declaración de Monseñor Rafael
Rey ante el Tribunal que lleva adelante el juicio contra
el camarista Luis Miret.
Texto completo: http://www.mdzol.com/mdz/nota/ |
Imagino a Eclesiastés como un
hombre que se vuelve viejo, que se va quedando sin tiempo, un
hombre demasiado sincero como para negar sus temores, angustiado
por la posibilidad de morir sin haber hecho algo trascendente en
la vida. Por cierto tuvo fortuna y placeres, pero eso es
transitorio. Las riquezas pueden desaparecer aun en vida de uno
o bien escapársele de las manos en el momento de la muerte. Los
ricos pueden estar solos o enfermos, y todos los momentos de
placer se esfuman al instante. Sabe que en definitiva tendrá que
enfrentar solo las tinieblas, que ni la fortuna ni las
diversiones lo protegerán. Y si alguien le pregunta qué hizo con
su vida, siendo que se le dieron tantas ventajas y
oportunidades, ¿qué puede responder? ¿que juntó dinero, que leyó
cantidad de libros y fue a muchas fiestas? La vida de una
persona debería tener más sentido.
A esa altura de su existencia, Eclesiastés es un hombre prudente, lo suficientemente instruido como para saber que toda su erudición no alcanza para responder la pregunta que lo obsesiona. Algún día escribirá un libro procurando dar respuesta a ese interrogante, pero antes le queda otra senda por transitar. Ansioso por hacer algo que esté bien en un sentido perdurable, traspone los límites del saber con la intención de llegar a la lejana orilla adonde no puede conducirlo la razón. Día a día se vuelve más viejo y frustrado y, tal como les sucede a muchas personas al envejecer, se vuelca en la religión. A partir de ese momento ya no tendrá dudas: se entregará de lleno a cumplir la voluntad de Dios.
El hombre no vive eternamente. Desde luego, ése ha sido el punto de partida de la búsqueda de Eclesiastés, la roca contra la cual se estrellaron todas sus esperanzas. ¿De qué vale ser rico y sabio, si tanto los ricos como los pobres, los sabios como los insensatos, están condenados a morir y ser olvidados? Pero Dios sí es eterno. Si nos vinculamos al Dios eterno y dedicamos la vida a su servicio, ¿no resolveríamos así la cuestión? ¿No conseguiríamos engañar a la muerte y evitar esa sensación de futilidad que le quita sentido a toda nuestra lucha? Es así como Eclesiastés se lanza a realizar obras buenas, en la esperanza de que le sirvan para alcanzar la eternidad.
Nunca nos cuenta por qué no le dio resultado. Quizás es demasiado individualista como para aceptar la perspectiva de desaparecer sin haberse consagrado a los valores eternos. A lo mejor halló hipocresía y maldad en los templos religiosos, y advirtió que los seres aparentemente más piadosos podían ser despreciables, con lo cual puso en tela de juicio el valor de la piedad.
En un momento dado (8,10) habla de haber visto a los inicuos sepultados con honra mientras que los virtuosos fueron olvidados. Tal vez haya estado demasiado viejo como para cambiar los hábitos de escepticismo que lo acompañaron toda su vida. Cualquiera haya sido la razón, muy pronto lo oímos decir: “No seas excesivamente justo ni te hagas sabio en demasía; ¿por qué querrías destruirte? No quieras ser muy inicuo ni seas un insensato; ¿por qué has de morir antes de tu tiempo? Bueno es retener lo uno, sin dejar de tu mano lo otro.” (7,16-19).
En otras palabras, que en tu vida alternen la piedad y el pecado, todo con moderación. La piedad sola, al parecer, no era la respuesta.
Para uno es desolador que Dios le falle. Basar la propia vida en ciertas suposiciones y que luego éstas se derrumben es una experiencia devastadora que nos deja con la sensación de que la teología no es correcta, como tampoco nada de este mundo. Si sacamos a Dios del panorama, si dejamos que los acontecimientos se encarguen de demostrarle a una persona que las premisas fundamentales de su vida son falsas, todo el mundo le parecerá sin sentido.
Pienso en los intelectuales idealistas de 1920 y 1930 que se entregaron de corazón al Partido Comunista, que durante años procuraron no notar su crueldad e hipocresía. Cuando por fin tuvieron que enfrentar cómo era en verdad la causa que con tanto afán habían defendido, sufrieron algo más que desencanto: fue la destrucción de la base moral de sus vidas. (De hecho, un libro que trata sobre los ex comunistas desilusionados, lleva por título El dios que falló).
En la novela de Camus La peste, el sacerdote Paneloux no cesa de repetirle a su feligresía que la epidemia de peste bubónica que azota la ciudad es el castigo que Dios les manda por sus pecados, que Dios obra con sabiduría. Cuando, poco después, un niñito fallece en medio de un gran sufrimiento, el propio padre Paneloux contrae la enfermedad y muere de inmediato, no tanto a consecuencia de la plaga —sospechamos— sino por haber comprobado que los principios que habían regido su vida eran falsos. Sin ese apoyo, ¿cómo podía vivir? Su Dios le había fallado.
A Eclesiastés también le falló su Dios. Había recurrido a El en busca de seguridad, para librarse de la duda y el temor poniéndose a su servicio. Probablemente no haya sido culpa de él que no encontrara lo que ansiaba en la religión, y por cierto no fue culpa de Dios que Eclesiastés acudiera a la religión en busca de algo que no debía. La culpa, si es que la hubo, puede haber estado en la naturaleza de la religión tal como se la entendía en ese entonces.
En la Biblia no se menciona la palabra “religión”: el concepto es demasiado abstracto. La frase que más se le acerca en sentido es “el temor de Dios”. ¿Qué significa para ti esta expresión? ¿Evoca en tu mente la imagen de una autoridad poderosa que habita en el cielo, que nos impone su voluntad, que amenaza con aniquilarnos si le desobedecemos? ¿Te hace pensar en un Dios que conoce hasta tus pensamientos más recónditos, que te castigará si cometes pecados? De ser así, eres como muchas otras personas que, a través de los siglos, - han creído que la religión se basa en el miedo al castigo. La religión consiste en que Dios nos recompensa si acatamos su voluntad, y nos castiga si le desobedecemos. Eso creía la mayoría de la gente en la época de Eclesiastés. (“Si guardáis mis mandamientos yo os daré las lluvias a sus tiempos para que la tierra dé su producto... y comeréis vuestro pan en abundancia y habitaréis seguros en vuestra tierra... Pero si no quisiereis oírme ni cumplir con todos estos mandamientos... traeré sobre vosotros el terror, la tisis y la fiebre, y sembraréis en balde vuestra semilla porque el fruto se lo comerán vuestros enemigos”. Levítico, 26). Por eso era que Eclesiastés no hallaba satisfacción cuando pretendía convertir la religión en la piedra fundamental de su vida. Es probable que se haya anticipado a sus tiempos al percibir que una vida basada en la obediencia no era lo que buscaba.
Debo introducir ahora el importante tema filosófico de este capítulo partiendo de una anécdota personal. En 1961 yo viajaba de Nueva York a Oklahoma y debía cambiar de avión eh Chicago. Como el vuelo de Nueva York partió con retraso, perdí la conexión en Chicago y tuve que esperar allí varias horas el próximo avión. Acababa de terminar el libro que estaba leyendo, y tenía por delante dos horas de espera más otras dos de vuelo. Robert Louis Stevenson definió una vez al intelectual como la persona que puede pasarse una hora esperando un tren, sin nada para leer, y sin aburrirse. Supongo que yo no entro en esa categoría, porque me hacía falta un libro para llenar esas horas. Me acerqué al kiosco del aeropuerto. Prácticamente el único libro que no ostentaba una mujer semidesnuda en la tapa era uno titulado El juicio moral en el niño, de Jean Piaget. Jamás había oído hablar de Piaget ni de su obra, pero como no me atraía la idea de abordar el avión con una publicación obscena decidí comprarlo. Ese libro, créase o no, fue una de las fuerzas que dio nueva forma a mi pensamiento, tanto que a veces me pregunto hasta qué punto mi vida habría sido distinta si ese día mi avión hubiese partido a horario del aeropuerto de Nueva York.
Piaget era un psicólogo suizo apasionado por descubrir el mecanismo del desarrollo mental de los niños. ¿A qué edad comienzan a adquirir el concepto de “mío” y “tuyo”? ¿Qué entienden acerca del tiempo y el espacio, lo verdadero y lo falso en las diversas edades? Sus investigaciones se cristalizaron en una cantidad de libros en los que trata sobre el proceso del pensamiento infantil.
El juicio moral en el niño se ocupa del concepto infantil del bien y el mal, de lo permitido y lo prohibido. Piaget recogió los datos utilizando un método simpático y sencillo. Salía por las calles de Ginebra, y cuando veía chicos que jugaban a las bolitas, se les acercaba y formulaba tres preguntas: ¿Qué edad tienes? ¿Cómo juegas a las bolitas? ¿Cómo sabes que se juega así? De ese modo registró la actitud del niño, en las diversas edades, frentes a las reglas de cualquier tipo, frente a la autoridad secular o religiosa, a lo grave que es quebrar las reglas y a los procedimientos para cambiarlas.
Piaget descubrió tres etapas en la evolución del sentido de autoridad en el niño.
Los muy pequeños toman las reglas de un juego, y por extensión todas las normas que se les dan, como emanadas de una autoridad incuestionablemente superior. Así es cómo deben jugar/comportarse, y jamás se les cruza por la mente hacer las cosas de otro modo. Piaget les preguntaba: “Por qué tienes que hacerlo así? ¿Y si jugaras de otra manera?” Los chicos lo miraban con desconcierto. “De la otra forma está mal. Si haces eso, no estás jugando a las bolitas”. Reglas son reglas, y uno pasa a integrar el sistema aceptándolas y respetándolas.
A medida que el niño crece y se aproxima a la adolescencia comienza a poner en tela de juicio esas reglas, del mismo modo que cuestiona toda autoridad. No es necesario que un adulto les sugiera nada, puesto que él mismo se pregunta: “¿Por qué tengo que hacerlo así? Es mi juego; ¿acaso no puedo establecer las reglas que se me antojan?”.
El niño atraviesa luego una etapa irresponsable. Inventa cantidad de reglas tontas —que a veces vuelven tan fácil el juego que ya no le divierte o bien lo hacen terriblemente difícil— antes de llegar a la conclusión de que tiene la facultad de hacer y cambiar las reglas, pero esas normas que inventa deberán ser justas y sensatas porque de lo contrario el juego ya no será entretenido.
A esa altura, sostiene Piaget, el chico pisa ya el umbral de la madurez. Comprende que las reglas no vienen “de arriba” sino que las establecen personas como él, que se las pone a prueba y se las perfecciona a través del tiempo, y que también personas como él pueden modificarlas. Ser “bueno” ya no significa simplemente obedecer pautas. Ha llegado el momento de compartir la responsabilidad de sentar y evaluar las reglas que habrán de ser equitativas para todos, para que todos tengamos el gusto de vivir en una sociedad justa.
Piaget sugiere que estas actitudes frente al juego de las bolitas son un paradigma de nuestras actitudes hacia todo tipo de leyes y de autoridad. Cuando somos jóvenes y débiles, imaginamos que las reglas emanan de alguien que todo lo sabe. Acatándolas, demostramos gratitud por la guía que nos brindan. El niño “bueno” no es necesariamente el sensible y generoso, sino el dócil y obediente. En ese período, nos cuesta admitir la idea de que otras personas, otras culturas, otras religiones se rijan por otros principios que los nuestros. Si nosotros tenemos razón y ellos son distintos, entonces deben estar equivocados. Nosotros somos la norma; ellos son raros o exóticos porque comen, visten y rezan de manera diferente. Usar aros en las orejas es lo que hace la gente normal; usarlos colgados de la nariz es estrafalario.
Cuando el chico entra en la adolescencia ya no le interesa más ser “bueno” ni recibir siempre la aprobación de sus padres. Al igual que los niños observados por Piaget en la segunda etapa —los que deformaban el juego de las bolitas hasta que se daban cuenta de que ya no les divertía—, los adolescentes cometen cantidad de tonterías —al punto de causarse daño ellos mismos o a otras personas en ocasiones— en el afán de demostrar que no se atienen a norma alguna. Cualquiera que haya educado a adolescentes sabe que éstos rechazan el buen consejo para no tener que escuchar a los padres o a alguna otra autoridad. Esa es su idea de lo que es ser “libres”.
Después, si tienen suerte, se convierten en adultos cuya definición de “lo bueno” va mucho más allá de la mera obediencia: lo bueno significa entonces evaluar y modificar las reglas, utilizar sus facultades en aras de la justicia.[1]
Leí el libro de Piaget esa noche en el avión rumbo a Oklahoma, y volví a leerlo cuando llegué a casa. Comprendí que el autor no sólo describía el desarrollo moral del alma humana sino que, quizá sin darse cuenta, nos estaba dando pautas sobre la historia de los dos grandes centros de autoridad de nuestros pueblos: la política y la religión.
¿Acaso la historia del gobierno humano no se asemeja al relato de Piaget sobre el chico que jugaba a las bolitas? Al principio había gobernantes absolutos y súbditos obedientes. Los monarcas ostentaban el poder de redactar las leyes y exigir su cumplimiento, de recaudar los gravámenes que creyeran convenientes. Las únicas virtudes cívicas eran la lealtad hacia el gobernante, el ser un ciudadano respetuoso de la ley, prestar servicio en el ejército y pagar los impuestos. La gente obedecía a su rey no porque lo amara —cómo podía amarlo si apenas lo conocía?— ni porque lo creyera bien intencionado, sino porque le temía.
Luego hubo revoluciones contra el poder despótico de los soberanos que a menudo produjeron períodos de caos y excesos en los que muchas víctimas inocentes sufrieron por una aplicación arbitraria de la justicia, y que corresponderían a la segunda etapa de Piaget, la del adolescente. Ese caos revolucionario dio origen a la democracia, la idea de que todos deben participar en la confección de las leyes de modo que éstas reflejen la voluntad del conjunto.
¿Y cuál ha sido la historia de la religión, las formas como hemos entendido a Dios en el transcurso de las generaciones? En una época a Dios se lo representaba como monarca absoluto, Rey de Reyes. El nos indicaba cómo vivir, y nosotros éramos buenos en la medida en que le obedeciéramos y acatáramos su palabra. Dios nos premiaba por nuestra veneración incuestionable y nos castigaba cuando nos portábamos como servidores infieles. Todas las comunidades tenían sus dirigentes religiosos que hablaban en nombre de Dios y conocían su voluntad, y los fieles debían por fuerza obedecerlos. Dios y sus representantes humanos nunca tenían que dar explicaciones puesto que les bastaba con decretar, y la gente los seguía.
Después, casi al mismo tiempo que los súbditos comenzaron a cuestionar el derecho divino de los reyes y a pretender que se les diera participación en el gobierno, también empezaron a replantearse el derecho divino de Dios como tal. Veían la Biblia como un documento redactado por hombres y no dictado por Dios. Se interpretaba que ciertas leyes y costumbres eran producto de las circunstancias culturales y económicas de quienes las establecieron, pero que no provenían directamente de Dios. Los hombres ya no querían considerarse “fieles servidores”, sino ser hijos de Dios que habían alcanzado la madurez. Cuando surgió la democracia política en Europa y América, el hombre comenzó a hacer valer su derecho de “voto” inclusive en las cuestiones de la fe y la moral.
Siempre me fascinó el impacto que el ambiente norteamericano produjo sobre las tradiciones protestantes, católicas y judías que trajeron a estas costas los inmigrantes europeos. El autoritarismo religioso tuvo que ceder ante el credo norteamericano de que: “Este es un país libre y a mí nadie me va a indicar lo que debo hacer”. Las iglesias que optaban por el control local, “democrático” —bautistas, congregacionalistas, unitarios— se arraigaron más que aquellas dominadas por una jerarquía centralizada, que habían sido tan poderosas en el viejo continente. Los católicos norteamericanos se sentían en su derecho de desobedecer las enseñanzas de sus dirigentes y así y todo seguían considerándose buenos y leales católicos. Los judíos dejaron de lado la ortodoxia para abrazar la voz de la reforma, o bien reaccionaron contra los conservadores enseñando que a la religión la hace el pueblo, y no la imponen los jerarcas.
Al igual que los niños que jugaban a las bolitas en las calles de Ginebra, las comunidades religiosas dejaron de ser criaturas dóciles, atravesaron por un período adolescente de rechazo para integrar luego una comunidad de adultos libres que exigen se les permita participar en la confección de las leyes que regirán su vida.
Piaget señala que lo que él hace no es simplemente mostrarnos una variedad de opciones, esquemas alternativos de conducta moral. Las últimas etapas son mejores, de un comportamiento más moral que las primeras, del mismo modo que la vida de un adulto es más plena y madura que la del niño. Por encantador que sea un pequeño, hay algo en él que está incompleto. En ese sentido, la democracia no es sólo una preferencia occidental —como lo son el fútbol y las hamburguesas— sino que representa una forma más acabada, más moral de organización social que la dictadura.
Los esquemas de vida detrás de la Cortina de Hierro, por ejemplo, donde el gobierno controla todo y el pueblo vive con un constante temor a sus autoridades, son objetivamente menos morales porque representan una etapa de desarrollo menos madura, más infantil. Esas primeras etapas pueden ser apropiadas para un niño o aun para un joven que desea vivir con sus padres, y que otros se ocupen de decidir por él. Pero algo le falla a la persona que nunca supera esos conceptos y esquemas infantiles a medida que va creciendo.
Y es aquí donde Piaget nos imparte sus enseñanzas, no sólo respecto de la mente del niño sino también del futuro de la religión y la búsqueda de una vida trascendente. De él aprendemos que laobediencia no es necesariamente la máxima virtud religiosa. La religión que define su credo como la obediencia a sus preceptos es adecuada para los niños y las personas inmaduras, y puede haberlo sido para la humanidad en su conjunto cuando la civilización no había madurado. No importa que leamos en la Biblia: “Así habla el Señor” ni que prometa una recompensa para el hombre recto y un castigo para el malvado, porque iba dirigida a personas en sus primeros períodos de desarrollo moral.
La Biblia bien puede ser la palabra de Dios, pero no su última palabra, porque lo que es limitado no es la capacidad de Dios para expresarse sino la capacidad del hombre paracomprenderlo.
La religión que insiste en afirmar que ser “bueno” significa “obedecer” es una religión que pretende que seamos eternamente niños.
He conocido a personas para quienes la religión era la única fuerza rectora de sus vidas, y que sin embargo me hacían dudar de que esa clase de religión fuera buena para ellas. Algunas tenían una tremenda obsesión con el pecado, un miedo eterno a violar involuntariamente algún precepto a haber hecho algo que ofendiera a Dios y les hiciera perder su Amor. En otros advertía una actitud de “ahora Dios va a ver qué bueno y abnegado soy, y a lo mejor así consigo que me ame”.
Para algunos judíos el sábado, en vez de ser un día de serenidad y paz espiritual, se convierte en un suplicio por el temor de estar cometiendo algo prohibido. Conozco a cristianos que no pueden mirar una propaganda de televisión sin obsesionarse por haber tenido pensamientos lujuriosos respecto de algunas modelos, o que creen pecar de soberbios cada vez que alguien los elogia por ser tan buenos ejemplos para la comunidad. Y el espíritu que prevalece es siempre “ahora Dios va saber que soy bueno y por lo tanto me amará”.
Tengo la impresión de que todas estas interpretaciones de la religión son incompletas y que no permiten crecer a la persona.
Una parte de nosotros desea seguir siendo siempre niño. Cuando Peter Pan entona la canción en la cual habla de no querer crecer ni asumir responsabilidades de adulto, los niños del público —que no ven la hora de ser mayores— piensan que Peter Pan es raro, pero los padres lo entienden perfectamente (por supuesto, fue un adulto quien escribió la obra original y otro adulto quien le agregó esa canción).
Una parte de nosotros, sobre todo en momentos difíciles, añora que alguien nos abrace, que nos cuide y nos diga que no nos preocupemos, que todo va a salir bien. No pocas veces veo a un enfermo en un hospital, un hombre que puede ser un ejecutivo, una mujer acostumbrada a tomar decisiones, que sufren una regresión y se vuelven infantiles. Una parte de nosotros desea que alguien se haga cargo de las cosas que nos cuesta hacer, que nos releve de la responsabilidad. Un monje español del medioevo escribió en su diario: “Confío en ir al cielo después de mi muerte porque nunca he tomado una decisión propia. Siempre he cumplido órdenes de mis superiores, de modo que si he errado, el pecado es de ellos, no mío”.
En la misma línea, el psicólogo Erich Fromm, luego de emigrar a los Estados Unidos proveniente de la Alemania nazi, procuró comprender cómo un pueblo culto como el alemán permitió el acceso al poder de un individuo como Hitler. En su libro Miedo a la libertad sugiere una explicación. A veces, sostiene, los problemas de la vida son tan abrumadores, que nos desesperamos y creemos que nunca habremos de solucionarlos. Si en ese momento alguien se nos acerca y nos dice con una voz que inspira confianza: “Sígueme sin hacer preguntas, haz todo lo que te digo y te sacaré de este brete”, muchos nos sentiríamos tentados de aceptar.
Cuando la vida se vuelve difícil, anhelamos que nos digan: “No te preocupes, que yo me encargo de todo. Lo único que pretendo de ti es tu eterna gratitud y tu obediencia”.
Ese deseo de trasladarle los problemas a otra persona cuando la vida se torna complicada es el niño que habla desde nuestro cuerpo de adulto. Cuando la religión accede a ese deseo, cuando los dirigentes religiosos nos mantienen en una situación de dependencia infantil, pidiéndonos obediencia y exigiendo gratitud de nuestra parte, nos están haciendo un flaco favor. Precisamente en eso le fallaba la religión a Eclesiastés. La religión auténtica no debería acceder a esos reclamos nuestros (“Esto es demasiado difícil. Dime cómo debo obrar para no tener que pensar yo”). Por el contrario, debe inducirnos a madurar, a desprendernos de las actitudes infantiles. La religión debería incluso alentarnos a desafiar sus propios preceptos, pero no por una impaciencia adolescente sino como personas mayores, con una conciencia informada. (“Alentar” es una excelente palabra. La religión no debería brindarnos respuestas sino alentarnos para que encontremos nuestro propio camino).
Mi tarea de rabino sería mucho más sencilla si procurara que mis fieles me obedecieran al pie de la letra, del mismo modo que en mi labor docente sería mucho más fácil que mis alumnos anotaran y memorizaran todo lo que les indico, sin cuestionarme jamás. Sin embargo, en ambos casos estaría estafando a personas que acuden a mí para que las oriente.
El ser humano se asemeja más a una planta a la que hay que nutrir, que a un recipiente vacío al que hay que llenar de conocimientos. A los niños se les puede pedir obediencia. “No juegues con eso!” es una advertencia más conveniente que una conferencia acerca de los peligros de encender un fuego o lo malo que sería romper una antigua reliquia. Pero debemos dejar de tratar a los adultos como si fueran aún niños, en nombre de la religión. En última instancia, la moral tiene que ir mucho más allá de la mera obediencia.
El temor de Dios realmente puede ser el comienzo de la sabiduría y la piedra basal de nuestra vida, tal como la Biblia no cesa de repetir. Pero cuando hablamos del “temor de Dios” no queremos decir tenerle miedo a Dios. No se trata de un “temor” en el sentido que le asignamos actualmente a la palabra, sino de respeto y veneración. El miedo es una emoción negativa, opresora, que nos mueve a querer huir de aquello que nos atemoriza, o bien a desear destruirlo. Provoca fastidio hacia la persona que nos asusta y nos hace enojar con nosotros mismos al vernos tan vulnerables. Obedecer a Dios por miedo es servirlo sólo con una parte de nuestro ser.
El temor reverente tiene apenas alguna semejanza con el miedo. Nos provoca una sensación de respeto, de estar frente a alguien o a algo mucho más poderoso que nosotros. El temor reverente es un sentimiento positivo. A diferencia del miedo que nos da deseos de escapar, el temor reverente nos impulsa a acercarnos. En vez de sentir fastidio por nuestra propia debilidad, valoramos algo que es muy superior a nosotros. Si nos paramos en la cima de un monte junto a un precipicio y miramos abajo, sentimos miedo y ganas de salir cuanto antes de ese lugar. Si nos paramos en un sitio seguro, en la cumbre de una montaña, y miramos hacia abajo, lo que sentimos es admiración y deseo de permanecer allí eternamente.
Al concluir su fase mística, Eclesiastés bien puede haberle dicho a Dios: “¿Qué más quieres de mí? Me he arrastrado, te he ofrecido una obediencia absoluta, he hecho todo lo que me pediste. ¿Por qué, entonces, no me diste esa sensación de plenitud, esa promesa de eternidad que yo buscaba?”. Y tal vez Dios le haya respondido: “¿Acaso crees que a mí me gusta ver que te arrastras? ¿Sinceramente piensas que soy tan inseguro como para necesitar que tú te rebajes para así sentirme importante? Ojalá los hombres dejaran de citar las palabras que le dirigí a la raza humana en su infancia y escucharan lo que intento decirles hoy. De los niños, y de los que espiritualmente son como niños espero acatamiento, pero lo que tú llamas ‘obediencia absoluta’ es tu incapacidad de comportarte como un adulto, de asumir la responsabilidad de tu vida. ¿Quieres sentirte pleno, quieres tener la sensación de que por fin has aprendido a vivir? Entonces deja de decir: ‘Hice todo lo que me pediste’ y comienza a decir: ‘A ti puede o no gustarte, pero yo lo he pensado mucho y creo que esto es lo correcto’ “.
La verdadera religión no debería ordenarnos: “Obedece! ¡Acata la ley! ¡Reproduce el pasado!”, sino que debería alentarnos a crecer, a ser audaces, incluso a tomar decisiones erróneas en algún momento para que así podamos aprender de nuestros errores. Para el adulto de fe, Dios no es la autoridad que constantemente le indica lo que debe hacer. Dios es el poder divino que lo impulsa a madurar, a crecer, a atreverse. Dios no le dice, como a un niño: “Estoy mirándote para cerciorarme de que no hagas nada indebido”, sino más bien: “Lánzate a un mundo desconocido, busca tu propio camino y, pase lo que pasare, quiero que sepas que estaré contigo”.
Como un padre que se siente orgulloso cuando sus hijos logran un éxito por mérito propio, Dios es lo suficientemente sensato como para complacerse cuando ve que maduramos y no cuando adoptarnos una actitud de dependencia con respecto de El.
La religión auténtica no quiere personas obedientes sino personas íntegras. ¿Qué es la integridad? La palabra “íntegro” significa entero, indiviso, completo. Vivir con integridad quiere decir averiguar quién es uno, y ser esa persona siempre. La religión no espera que seamos perfectos. Eso no sólo sería imposible y nos llevaría al fracaso inevitable, sino que además sería casi antirreligioso. Si fuéramos perfectos jamás podríamos aprender, crecer ni cambiar. No nos haría falta la fe, y debido a nuestra perfección, seríamos tan grandes como Dios. Empero, la religión puede pretender que seamos íntegros en otro sentido: no perfectos sino constantes. El desafío de una religión auténtica no es que seamos perfectos sino maduros, íntegros en todo momento, que logremos la plenitud de nuestra individua1idad
En mi condición de padre y profesor de adolescentes, sé lo rápidos que son los jóvenes para denunciar la hipocresía en sus mayores, en sus dirigentes políticos y religiosos. Uno de los motes más descalificantes que le adjudican a una persona es el de “falsa” o “farsante”, el que dice cosas que después no hace, el que afirma creer en ciertos principios pero luego no vive de acuerdo con ellos. No voy a salir en defensa de la hipocresía, pero a veces me pregunto por qué los jóvenes se indignan tanto más con esas incoherencias que con otros temas igualmente serios (por ejemplo con la crueldad hacia el débil, con la apropiación de bienes ajenos). Yo supongo que el motivo es que la hipocresía y la integridad son asuntos muy importantes para ellos durante sus años de formación.
La adolescencia es una época muy voluble. Un joven puede ser muy aplicado y respetuoso en un momento, y al rato mostrarse impaciente y alborotado. Puede ser sumamente idealista una tarde en que va a visitar un asilo o recauda dinero para combatir el hambre en el mundo, y tremendamente egoísta media hora más tarde con sus amigos. Por definición, los adolescentes atraviesan por un período en el cual procuran saber quiénes son, y les da mucho fastidio ser tan variables. Me imagino que tienen la necesidad de creer que al cabo de unos años habrán resuelto esas indefiniciones. A lo mejor soy incoherente e inestable, pero a los veinte años ya voy a ser maduro, y tendré la misma personalidad día tras día. Por eso es que les molesta tanto advertir que algunas personas mayores y respetadas no son aún íntegras.
La religión no es un padre regañón ni es un boletín escolar en el cual se nos califica por nuestro desempeño. Es, por el contrario, un fuego purificador que nos ayuda a librarnos de todo lo que no es nuestro, todo lo que nos impide ser como queremos. Las primeras palabras de Dios a Abraham: “Abandona tu tierra, tu ciudad natal, la casa de tu padre, y sígueme a la tierra que te enseñaré” pueden significar: “Sígueme y obedéceme sin hacer preguntas”, o bien: “Despréndete de toda influencia que te impida convertirte en la persona que puedes ser, de modo que pueda surgir el verdadero Abraham”.
¿Cómo es una persona íntegra? En yiddish hay una palabra intraducible que la define a la perfección: mensch. El mensch es
la persona que Dios tenía en mente cuando dispuso que el hombre
debía evolucionar: un ser honesto, confiable, lo suficientemente
maduro como para haber dejado de lado la ingenuidad sin volverse
cínico, un hombre que es capaz de aconsejarnos para beneficio de
nosotros, no de él. Esa persona no
actúa por miedo ni con el deseo de causar una buena impresión
sino con una profunda seguridad interior en sus convicciones. No
es santo ni perfecto, pero sí un hombre que se ha desprendido de
toda falsedad y egoísmo hasta quedar sólo con lo más puro de su
ser. Un mensch es íntegro, y se identifica plenamente con
su Dios.
A través de mi vida he conocido muchas personas íntegras, que producen una notable impresión. Irradian confianza, una sensación de paz que se obtiene cuando uno ya sabe quién es y lo que quiere. A diferencia de los que viven con miedo de haber ofendido a Dios, el hombre íntegro se preocupa por vivir de acuerdo con sus propios altos ideales, y no por saber si ha agradado u ofendido a Dios. Sin embargo, en presencia de ellos uno tiene la sensación de que Dios tiene razones para sentirse complacido.
A esa altura de su existencia, Eclesiastés es un hombre prudente, lo suficientemente instruido como para saber que toda su erudición no alcanza para responder la pregunta que lo obsesiona. Algún día escribirá un libro procurando dar respuesta a ese interrogante, pero antes le queda otra senda por transitar. Ansioso por hacer algo que esté bien en un sentido perdurable, traspone los límites del saber con la intención de llegar a la lejana orilla adonde no puede conducirlo la razón. Día a día se vuelve más viejo y frustrado y, tal como les sucede a muchas personas al envejecer, se vuelca en la religión. A partir de ese momento ya no tendrá dudas: se entregará de lleno a cumplir la voluntad de Dios.
El hombre no vive eternamente. Desde luego, ése ha sido el punto de partida de la búsqueda de Eclesiastés, la roca contra la cual se estrellaron todas sus esperanzas. ¿De qué vale ser rico y sabio, si tanto los ricos como los pobres, los sabios como los insensatos, están condenados a morir y ser olvidados? Pero Dios sí es eterno. Si nos vinculamos al Dios eterno y dedicamos la vida a su servicio, ¿no resolveríamos así la cuestión? ¿No conseguiríamos engañar a la muerte y evitar esa sensación de futilidad que le quita sentido a toda nuestra lucha? Es así como Eclesiastés se lanza a realizar obras buenas, en la esperanza de que le sirvan para alcanzar la eternidad.
Nunca nos cuenta por qué no le dio resultado. Quizás es demasiado individualista como para aceptar la perspectiva de desaparecer sin haberse consagrado a los valores eternos. A lo mejor halló hipocresía y maldad en los templos religiosos, y advirtió que los seres aparentemente más piadosos podían ser despreciables, con lo cual puso en tela de juicio el valor de la piedad.
En un momento dado (8,10) habla de haber visto a los inicuos sepultados con honra mientras que los virtuosos fueron olvidados. Tal vez haya estado demasiado viejo como para cambiar los hábitos de escepticismo que lo acompañaron toda su vida. Cualquiera haya sido la razón, muy pronto lo oímos decir: “No seas excesivamente justo ni te hagas sabio en demasía; ¿por qué querrías destruirte? No quieras ser muy inicuo ni seas un insensato; ¿por qué has de morir antes de tu tiempo? Bueno es retener lo uno, sin dejar de tu mano lo otro.” (7,16-19).
En otras palabras, que en tu vida alternen la piedad y el pecado, todo con moderación. La piedad sola, al parecer, no era la respuesta.
Para uno es desolador que Dios le falle. Basar la propia vida en ciertas suposiciones y que luego éstas se derrumben es una experiencia devastadora que nos deja con la sensación de que la teología no es correcta, como tampoco nada de este mundo. Si sacamos a Dios del panorama, si dejamos que los acontecimientos se encarguen de demostrarle a una persona que las premisas fundamentales de su vida son falsas, todo el mundo le parecerá sin sentido.
Pienso en los intelectuales idealistas de 1920 y 1930 que se entregaron de corazón al Partido Comunista, que durante años procuraron no notar su crueldad e hipocresía. Cuando por fin tuvieron que enfrentar cómo era en verdad la causa que con tanto afán habían defendido, sufrieron algo más que desencanto: fue la destrucción de la base moral de sus vidas. (De hecho, un libro que trata sobre los ex comunistas desilusionados, lleva por título El dios que falló).
En la novela de Camus La peste, el sacerdote Paneloux no cesa de repetirle a su feligresía que la epidemia de peste bubónica que azota la ciudad es el castigo que Dios les manda por sus pecados, que Dios obra con sabiduría. Cuando, poco después, un niñito fallece en medio de un gran sufrimiento, el propio padre Paneloux contrae la enfermedad y muere de inmediato, no tanto a consecuencia de la plaga —sospechamos— sino por haber comprobado que los principios que habían regido su vida eran falsos. Sin ese apoyo, ¿cómo podía vivir? Su Dios le había fallado.
A Eclesiastés también le falló su Dios. Había recurrido a El en busca de seguridad, para librarse de la duda y el temor poniéndose a su servicio. Probablemente no haya sido culpa de él que no encontrara lo que ansiaba en la religión, y por cierto no fue culpa de Dios que Eclesiastés acudiera a la religión en busca de algo que no debía. La culpa, si es que la hubo, puede haber estado en la naturaleza de la religión tal como se la entendía en ese entonces.
En la Biblia no se menciona la palabra “religión”: el concepto es demasiado abstracto. La frase que más se le acerca en sentido es “el temor de Dios”. ¿Qué significa para ti esta expresión? ¿Evoca en tu mente la imagen de una autoridad poderosa que habita en el cielo, que nos impone su voluntad, que amenaza con aniquilarnos si le desobedecemos? ¿Te hace pensar en un Dios que conoce hasta tus pensamientos más recónditos, que te castigará si cometes pecados? De ser así, eres como muchas otras personas que, a través de los siglos, - han creído que la religión se basa en el miedo al castigo. La religión consiste en que Dios nos recompensa si acatamos su voluntad, y nos castiga si le desobedecemos. Eso creía la mayoría de la gente en la época de Eclesiastés. (“Si guardáis mis mandamientos yo os daré las lluvias a sus tiempos para que la tierra dé su producto... y comeréis vuestro pan en abundancia y habitaréis seguros en vuestra tierra... Pero si no quisiereis oírme ni cumplir con todos estos mandamientos... traeré sobre vosotros el terror, la tisis y la fiebre, y sembraréis en balde vuestra semilla porque el fruto se lo comerán vuestros enemigos”. Levítico, 26). Por eso era que Eclesiastés no hallaba satisfacción cuando pretendía convertir la religión en la piedra fundamental de su vida. Es probable que se haya anticipado a sus tiempos al percibir que una vida basada en la obediencia no era lo que buscaba.
Debo introducir ahora el importante tema filosófico de este capítulo partiendo de una anécdota personal. En 1961 yo viajaba de Nueva York a Oklahoma y debía cambiar de avión eh Chicago. Como el vuelo de Nueva York partió con retraso, perdí la conexión en Chicago y tuve que esperar allí varias horas el próximo avión. Acababa de terminar el libro que estaba leyendo, y tenía por delante dos horas de espera más otras dos de vuelo. Robert Louis Stevenson definió una vez al intelectual como la persona que puede pasarse una hora esperando un tren, sin nada para leer, y sin aburrirse. Supongo que yo no entro en esa categoría, porque me hacía falta un libro para llenar esas horas. Me acerqué al kiosco del aeropuerto. Prácticamente el único libro que no ostentaba una mujer semidesnuda en la tapa era uno titulado El juicio moral en el niño, de Jean Piaget. Jamás había oído hablar de Piaget ni de su obra, pero como no me atraía la idea de abordar el avión con una publicación obscena decidí comprarlo. Ese libro, créase o no, fue una de las fuerzas que dio nueva forma a mi pensamiento, tanto que a veces me pregunto hasta qué punto mi vida habría sido distinta si ese día mi avión hubiese partido a horario del aeropuerto de Nueva York.
Piaget era un psicólogo suizo apasionado por descubrir el mecanismo del desarrollo mental de los niños. ¿A qué edad comienzan a adquirir el concepto de “mío” y “tuyo”? ¿Qué entienden acerca del tiempo y el espacio, lo verdadero y lo falso en las diversas edades? Sus investigaciones se cristalizaron en una cantidad de libros en los que trata sobre el proceso del pensamiento infantil.
El juicio moral en el niño se ocupa del concepto infantil del bien y el mal, de lo permitido y lo prohibido. Piaget recogió los datos utilizando un método simpático y sencillo. Salía por las calles de Ginebra, y cuando veía chicos que jugaban a las bolitas, se les acercaba y formulaba tres preguntas: ¿Qué edad tienes? ¿Cómo juegas a las bolitas? ¿Cómo sabes que se juega así? De ese modo registró la actitud del niño, en las diversas edades, frentes a las reglas de cualquier tipo, frente a la autoridad secular o religiosa, a lo grave que es quebrar las reglas y a los procedimientos para cambiarlas.
Piaget descubrió tres etapas en la evolución del sentido de autoridad en el niño.
Los muy pequeños toman las reglas de un juego, y por extensión todas las normas que se les dan, como emanadas de una autoridad incuestionablemente superior. Así es cómo deben jugar/comportarse, y jamás se les cruza por la mente hacer las cosas de otro modo. Piaget les preguntaba: “Por qué tienes que hacerlo así? ¿Y si jugaras de otra manera?” Los chicos lo miraban con desconcierto. “De la otra forma está mal. Si haces eso, no estás jugando a las bolitas”. Reglas son reglas, y uno pasa a integrar el sistema aceptándolas y respetándolas.
A medida que el niño crece y se aproxima a la adolescencia comienza a poner en tela de juicio esas reglas, del mismo modo que cuestiona toda autoridad. No es necesario que un adulto les sugiera nada, puesto que él mismo se pregunta: “¿Por qué tengo que hacerlo así? Es mi juego; ¿acaso no puedo establecer las reglas que se me antojan?”.
El niño atraviesa luego una etapa irresponsable. Inventa cantidad de reglas tontas —que a veces vuelven tan fácil el juego que ya no le divierte o bien lo hacen terriblemente difícil— antes de llegar a la conclusión de que tiene la facultad de hacer y cambiar las reglas, pero esas normas que inventa deberán ser justas y sensatas porque de lo contrario el juego ya no será entretenido.
A esa altura, sostiene Piaget, el chico pisa ya el umbral de la madurez. Comprende que las reglas no vienen “de arriba” sino que las establecen personas como él, que se las pone a prueba y se las perfecciona a través del tiempo, y que también personas como él pueden modificarlas. Ser “bueno” ya no significa simplemente obedecer pautas. Ha llegado el momento de compartir la responsabilidad de sentar y evaluar las reglas que habrán de ser equitativas para todos, para que todos tengamos el gusto de vivir en una sociedad justa.
Piaget sugiere que estas actitudes frente al juego de las bolitas son un paradigma de nuestras actitudes hacia todo tipo de leyes y de autoridad. Cuando somos jóvenes y débiles, imaginamos que las reglas emanan de alguien que todo lo sabe. Acatándolas, demostramos gratitud por la guía que nos brindan. El niño “bueno” no es necesariamente el sensible y generoso, sino el dócil y obediente. En ese período, nos cuesta admitir la idea de que otras personas, otras culturas, otras religiones se rijan por otros principios que los nuestros. Si nosotros tenemos razón y ellos son distintos, entonces deben estar equivocados. Nosotros somos la norma; ellos son raros o exóticos porque comen, visten y rezan de manera diferente. Usar aros en las orejas es lo que hace la gente normal; usarlos colgados de la nariz es estrafalario.
Cuando el chico entra en la adolescencia ya no le interesa más ser “bueno” ni recibir siempre la aprobación de sus padres. Al igual que los niños observados por Piaget en la segunda etapa —los que deformaban el juego de las bolitas hasta que se daban cuenta de que ya no les divertía—, los adolescentes cometen cantidad de tonterías —al punto de causarse daño ellos mismos o a otras personas en ocasiones— en el afán de demostrar que no se atienen a norma alguna. Cualquiera que haya educado a adolescentes sabe que éstos rechazan el buen consejo para no tener que escuchar a los padres o a alguna otra autoridad. Esa es su idea de lo que es ser “libres”.
Después, si tienen suerte, se convierten en adultos cuya definición de “lo bueno” va mucho más allá de la mera obediencia: lo bueno significa entonces evaluar y modificar las reglas, utilizar sus facultades en aras de la justicia.[1]
Leí el libro de Piaget esa noche en el avión rumbo a Oklahoma, y volví a leerlo cuando llegué a casa. Comprendí que el autor no sólo describía el desarrollo moral del alma humana sino que, quizá sin darse cuenta, nos estaba dando pautas sobre la historia de los dos grandes centros de autoridad de nuestros pueblos: la política y la religión.
¿Acaso la historia del gobierno humano no se asemeja al relato de Piaget sobre el chico que jugaba a las bolitas? Al principio había gobernantes absolutos y súbditos obedientes. Los monarcas ostentaban el poder de redactar las leyes y exigir su cumplimiento, de recaudar los gravámenes que creyeran convenientes. Las únicas virtudes cívicas eran la lealtad hacia el gobernante, el ser un ciudadano respetuoso de la ley, prestar servicio en el ejército y pagar los impuestos. La gente obedecía a su rey no porque lo amara —cómo podía amarlo si apenas lo conocía?— ni porque lo creyera bien intencionado, sino porque le temía.
Luego hubo revoluciones contra el poder despótico de los soberanos que a menudo produjeron períodos de caos y excesos en los que muchas víctimas inocentes sufrieron por una aplicación arbitraria de la justicia, y que corresponderían a la segunda etapa de Piaget, la del adolescente. Ese caos revolucionario dio origen a la democracia, la idea de que todos deben participar en la confección de las leyes de modo que éstas reflejen la voluntad del conjunto.
¿Y cuál ha sido la historia de la religión, las formas como hemos entendido a Dios en el transcurso de las generaciones? En una época a Dios se lo representaba como monarca absoluto, Rey de Reyes. El nos indicaba cómo vivir, y nosotros éramos buenos en la medida en que le obedeciéramos y acatáramos su palabra. Dios nos premiaba por nuestra veneración incuestionable y nos castigaba cuando nos portábamos como servidores infieles. Todas las comunidades tenían sus dirigentes religiosos que hablaban en nombre de Dios y conocían su voluntad, y los fieles debían por fuerza obedecerlos. Dios y sus representantes humanos nunca tenían que dar explicaciones puesto que les bastaba con decretar, y la gente los seguía.
Después, casi al mismo tiempo que los súbditos comenzaron a cuestionar el derecho divino de los reyes y a pretender que se les diera participación en el gobierno, también empezaron a replantearse el derecho divino de Dios como tal. Veían la Biblia como un documento redactado por hombres y no dictado por Dios. Se interpretaba que ciertas leyes y costumbres eran producto de las circunstancias culturales y económicas de quienes las establecieron, pero que no provenían directamente de Dios. Los hombres ya no querían considerarse “fieles servidores”, sino ser hijos de Dios que habían alcanzado la madurez. Cuando surgió la democracia política en Europa y América, el hombre comenzó a hacer valer su derecho de “voto” inclusive en las cuestiones de la fe y la moral.
Siempre me fascinó el impacto que el ambiente norteamericano produjo sobre las tradiciones protestantes, católicas y judías que trajeron a estas costas los inmigrantes europeos. El autoritarismo religioso tuvo que ceder ante el credo norteamericano de que: “Este es un país libre y a mí nadie me va a indicar lo que debo hacer”. Las iglesias que optaban por el control local, “democrático” —bautistas, congregacionalistas, unitarios— se arraigaron más que aquellas dominadas por una jerarquía centralizada, que habían sido tan poderosas en el viejo continente. Los católicos norteamericanos se sentían en su derecho de desobedecer las enseñanzas de sus dirigentes y así y todo seguían considerándose buenos y leales católicos. Los judíos dejaron de lado la ortodoxia para abrazar la voz de la reforma, o bien reaccionaron contra los conservadores enseñando que a la religión la hace el pueblo, y no la imponen los jerarcas.
Al igual que los niños que jugaban a las bolitas en las calles de Ginebra, las comunidades religiosas dejaron de ser criaturas dóciles, atravesaron por un período adolescente de rechazo para integrar luego una comunidad de adultos libres que exigen se les permita participar en la confección de las leyes que regirán su vida.
Piaget señala que lo que él hace no es simplemente mostrarnos una variedad de opciones, esquemas alternativos de conducta moral. Las últimas etapas son mejores, de un comportamiento más moral que las primeras, del mismo modo que la vida de un adulto es más plena y madura que la del niño. Por encantador que sea un pequeño, hay algo en él que está incompleto. En ese sentido, la democracia no es sólo una preferencia occidental —como lo son el fútbol y las hamburguesas— sino que representa una forma más acabada, más moral de organización social que la dictadura.
Los esquemas de vida detrás de la Cortina de Hierro, por ejemplo, donde el gobierno controla todo y el pueblo vive con un constante temor a sus autoridades, son objetivamente menos morales porque representan una etapa de desarrollo menos madura, más infantil. Esas primeras etapas pueden ser apropiadas para un niño o aun para un joven que desea vivir con sus padres, y que otros se ocupen de decidir por él. Pero algo le falla a la persona que nunca supera esos conceptos y esquemas infantiles a medida que va creciendo.
Y es aquí donde Piaget nos imparte sus enseñanzas, no sólo respecto de la mente del niño sino también del futuro de la religión y la búsqueda de una vida trascendente. De él aprendemos que laobediencia no es necesariamente la máxima virtud religiosa. La religión que define su credo como la obediencia a sus preceptos es adecuada para los niños y las personas inmaduras, y puede haberlo sido para la humanidad en su conjunto cuando la civilización no había madurado. No importa que leamos en la Biblia: “Así habla el Señor” ni que prometa una recompensa para el hombre recto y un castigo para el malvado, porque iba dirigida a personas en sus primeros períodos de desarrollo moral.
La Biblia bien puede ser la palabra de Dios, pero no su última palabra, porque lo que es limitado no es la capacidad de Dios para expresarse sino la capacidad del hombre paracomprenderlo.
La religión que insiste en afirmar que ser “bueno” significa “obedecer” es una religión que pretende que seamos eternamente niños.
He conocido a personas para quienes la religión era la única fuerza rectora de sus vidas, y que sin embargo me hacían dudar de que esa clase de religión fuera buena para ellas. Algunas tenían una tremenda obsesión con el pecado, un miedo eterno a violar involuntariamente algún precepto a haber hecho algo que ofendiera a Dios y les hiciera perder su Amor. En otros advertía una actitud de “ahora Dios va a ver qué bueno y abnegado soy, y a lo mejor así consigo que me ame”.
Para algunos judíos el sábado, en vez de ser un día de serenidad y paz espiritual, se convierte en un suplicio por el temor de estar cometiendo algo prohibido. Conozco a cristianos que no pueden mirar una propaganda de televisión sin obsesionarse por haber tenido pensamientos lujuriosos respecto de algunas modelos, o que creen pecar de soberbios cada vez que alguien los elogia por ser tan buenos ejemplos para la comunidad. Y el espíritu que prevalece es siempre “ahora Dios va saber que soy bueno y por lo tanto me amará”.
Tengo la impresión de que todas estas interpretaciones de la religión son incompletas y que no permiten crecer a la persona.
Una parte de nosotros desea seguir siendo siempre niño. Cuando Peter Pan entona la canción en la cual habla de no querer crecer ni asumir responsabilidades de adulto, los niños del público —que no ven la hora de ser mayores— piensan que Peter Pan es raro, pero los padres lo entienden perfectamente (por supuesto, fue un adulto quien escribió la obra original y otro adulto quien le agregó esa canción).
Una parte de nosotros, sobre todo en momentos difíciles, añora que alguien nos abrace, que nos cuide y nos diga que no nos preocupemos, que todo va a salir bien. No pocas veces veo a un enfermo en un hospital, un hombre que puede ser un ejecutivo, una mujer acostumbrada a tomar decisiones, que sufren una regresión y se vuelven infantiles. Una parte de nosotros desea que alguien se haga cargo de las cosas que nos cuesta hacer, que nos releve de la responsabilidad. Un monje español del medioevo escribió en su diario: “Confío en ir al cielo después de mi muerte porque nunca he tomado una decisión propia. Siempre he cumplido órdenes de mis superiores, de modo que si he errado, el pecado es de ellos, no mío”.
En la misma línea, el psicólogo Erich Fromm, luego de emigrar a los Estados Unidos proveniente de la Alemania nazi, procuró comprender cómo un pueblo culto como el alemán permitió el acceso al poder de un individuo como Hitler. En su libro Miedo a la libertad sugiere una explicación. A veces, sostiene, los problemas de la vida son tan abrumadores, que nos desesperamos y creemos que nunca habremos de solucionarlos. Si en ese momento alguien se nos acerca y nos dice con una voz que inspira confianza: “Sígueme sin hacer preguntas, haz todo lo que te digo y te sacaré de este brete”, muchos nos sentiríamos tentados de aceptar.
Cuando la vida se vuelve difícil, anhelamos que nos digan: “No te preocupes, que yo me encargo de todo. Lo único que pretendo de ti es tu eterna gratitud y tu obediencia”.
Ese deseo de trasladarle los problemas a otra persona cuando la vida se torna complicada es el niño que habla desde nuestro cuerpo de adulto. Cuando la religión accede a ese deseo, cuando los dirigentes religiosos nos mantienen en una situación de dependencia infantil, pidiéndonos obediencia y exigiendo gratitud de nuestra parte, nos están haciendo un flaco favor. Precisamente en eso le fallaba la religión a Eclesiastés. La religión auténtica no debería acceder a esos reclamos nuestros (“Esto es demasiado difícil. Dime cómo debo obrar para no tener que pensar yo”). Por el contrario, debe inducirnos a madurar, a desprendernos de las actitudes infantiles. La religión debería incluso alentarnos a desafiar sus propios preceptos, pero no por una impaciencia adolescente sino como personas mayores, con una conciencia informada. (“Alentar” es una excelente palabra. La religión no debería brindarnos respuestas sino alentarnos para que encontremos nuestro propio camino).
Mi tarea de rabino sería mucho más sencilla si procurara que mis fieles me obedecieran al pie de la letra, del mismo modo que en mi labor docente sería mucho más fácil que mis alumnos anotaran y memorizaran todo lo que les indico, sin cuestionarme jamás. Sin embargo, en ambos casos estaría estafando a personas que acuden a mí para que las oriente.
El ser humano se asemeja más a una planta a la que hay que nutrir, que a un recipiente vacío al que hay que llenar de conocimientos. A los niños se les puede pedir obediencia. “No juegues con eso!” es una advertencia más conveniente que una conferencia acerca de los peligros de encender un fuego o lo malo que sería romper una antigua reliquia. Pero debemos dejar de tratar a los adultos como si fueran aún niños, en nombre de la religión. En última instancia, la moral tiene que ir mucho más allá de la mera obediencia.
El temor de Dios realmente puede ser el comienzo de la sabiduría y la piedra basal de nuestra vida, tal como la Biblia no cesa de repetir. Pero cuando hablamos del “temor de Dios” no queremos decir tenerle miedo a Dios. No se trata de un “temor” en el sentido que le asignamos actualmente a la palabra, sino de respeto y veneración. El miedo es una emoción negativa, opresora, que nos mueve a querer huir de aquello que nos atemoriza, o bien a desear destruirlo. Provoca fastidio hacia la persona que nos asusta y nos hace enojar con nosotros mismos al vernos tan vulnerables. Obedecer a Dios por miedo es servirlo sólo con una parte de nuestro ser.
El temor reverente tiene apenas alguna semejanza con el miedo. Nos provoca una sensación de respeto, de estar frente a alguien o a algo mucho más poderoso que nosotros. El temor reverente es un sentimiento positivo. A diferencia del miedo que nos da deseos de escapar, el temor reverente nos impulsa a acercarnos. En vez de sentir fastidio por nuestra propia debilidad, valoramos algo que es muy superior a nosotros. Si nos paramos en la cima de un monte junto a un precipicio y miramos abajo, sentimos miedo y ganas de salir cuanto antes de ese lugar. Si nos paramos en un sitio seguro, en la cumbre de una montaña, y miramos hacia abajo, lo que sentimos es admiración y deseo de permanecer allí eternamente.
Al concluir su fase mística, Eclesiastés bien puede haberle dicho a Dios: “¿Qué más quieres de mí? Me he arrastrado, te he ofrecido una obediencia absoluta, he hecho todo lo que me pediste. ¿Por qué, entonces, no me diste esa sensación de plenitud, esa promesa de eternidad que yo buscaba?”. Y tal vez Dios le haya respondido: “¿Acaso crees que a mí me gusta ver que te arrastras? ¿Sinceramente piensas que soy tan inseguro como para necesitar que tú te rebajes para así sentirme importante? Ojalá los hombres dejaran de citar las palabras que le dirigí a la raza humana en su infancia y escucharan lo que intento decirles hoy. De los niños, y de los que espiritualmente son como niños espero acatamiento, pero lo que tú llamas ‘obediencia absoluta’ es tu incapacidad de comportarte como un adulto, de asumir la responsabilidad de tu vida. ¿Quieres sentirte pleno, quieres tener la sensación de que por fin has aprendido a vivir? Entonces deja de decir: ‘Hice todo lo que me pediste’ y comienza a decir: ‘A ti puede o no gustarte, pero yo lo he pensado mucho y creo que esto es lo correcto’ “.
La verdadera religión no debería ordenarnos: “Obedece! ¡Acata la ley! ¡Reproduce el pasado!”, sino que debería alentarnos a crecer, a ser audaces, incluso a tomar decisiones erróneas en algún momento para que así podamos aprender de nuestros errores. Para el adulto de fe, Dios no es la autoridad que constantemente le indica lo que debe hacer. Dios es el poder divino que lo impulsa a madurar, a crecer, a atreverse. Dios no le dice, como a un niño: “Estoy mirándote para cerciorarme de que no hagas nada indebido”, sino más bien: “Lánzate a un mundo desconocido, busca tu propio camino y, pase lo que pasare, quiero que sepas que estaré contigo”.
Como un padre que se siente orgulloso cuando sus hijos logran un éxito por mérito propio, Dios es lo suficientemente sensato como para complacerse cuando ve que maduramos y no cuando adoptarnos una actitud de dependencia con respecto de El.
La religión auténtica no quiere personas obedientes sino personas íntegras. ¿Qué es la integridad? La palabra “íntegro” significa entero, indiviso, completo. Vivir con integridad quiere decir averiguar quién es uno, y ser esa persona siempre. La religión no espera que seamos perfectos. Eso no sólo sería imposible y nos llevaría al fracaso inevitable, sino que además sería casi antirreligioso. Si fuéramos perfectos jamás podríamos aprender, crecer ni cambiar. No nos haría falta la fe, y debido a nuestra perfección, seríamos tan grandes como Dios. Empero, la religión puede pretender que seamos íntegros en otro sentido: no perfectos sino constantes. El desafío de una religión auténtica no es que seamos perfectos sino maduros, íntegros en todo momento, que logremos la plenitud de nuestra individua1idad
En mi condición de padre y profesor de adolescentes, sé lo rápidos que son los jóvenes para denunciar la hipocresía en sus mayores, en sus dirigentes políticos y religiosos. Uno de los motes más descalificantes que le adjudican a una persona es el de “falsa” o “farsante”, el que dice cosas que después no hace, el que afirma creer en ciertos principios pero luego no vive de acuerdo con ellos. No voy a salir en defensa de la hipocresía, pero a veces me pregunto por qué los jóvenes se indignan tanto más con esas incoherencias que con otros temas igualmente serios (por ejemplo con la crueldad hacia el débil, con la apropiación de bienes ajenos). Yo supongo que el motivo es que la hipocresía y la integridad son asuntos muy importantes para ellos durante sus años de formación.
La adolescencia es una época muy voluble. Un joven puede ser muy aplicado y respetuoso en un momento, y al rato mostrarse impaciente y alborotado. Puede ser sumamente idealista una tarde en que va a visitar un asilo o recauda dinero para combatir el hambre en el mundo, y tremendamente egoísta media hora más tarde con sus amigos. Por definición, los adolescentes atraviesan por un período en el cual procuran saber quiénes son, y les da mucho fastidio ser tan variables. Me imagino que tienen la necesidad de creer que al cabo de unos años habrán resuelto esas indefiniciones. A lo mejor soy incoherente e inestable, pero a los veinte años ya voy a ser maduro, y tendré la misma personalidad día tras día. Por eso es que les molesta tanto advertir que algunas personas mayores y respetadas no son aún íntegras.
La religión no es un padre regañón ni es un boletín escolar en el cual se nos califica por nuestro desempeño. Es, por el contrario, un fuego purificador que nos ayuda a librarnos de todo lo que no es nuestro, todo lo que nos impide ser como queremos. Las primeras palabras de Dios a Abraham: “Abandona tu tierra, tu ciudad natal, la casa de tu padre, y sígueme a la tierra que te enseñaré” pueden significar: “Sígueme y obedéceme sin hacer preguntas”, o bien: “Despréndete de toda influencia que te impida convertirte en la persona que puedes ser, de modo que pueda surgir el verdadero Abraham”.
¿Cómo es una persona íntegra? En yiddish hay una palabra intraducible que la define a la perfección: mensch. El mensch
A través de mi vida he conocido muchas personas íntegras, que producen una notable impresión. Irradian confianza, una sensación de paz que se obtiene cuando uno ya sabe quién es y lo que quiere. A diferencia de los que viven con miedo de haber ofendido a Dios, el hombre íntegro se preocupa por vivir de acuerdo con sus propios altos ideales, y no por saber si ha agradado u ofendido a Dios. Sin embargo, en presencia de ellos uno tiene la sensación de que Dios tiene razones para sentirse complacido.
Durante varios años el padre
Robert F. Drinan fue diputado en el Congreso por mi distrito
electoral. Era un lúcido defensor de la justicia social. Como se
trataba de un sacerdote católico que había sido decano de una
facultad de Derecho antes de entrar en el Parlamento, su palabra
era escuchada con respeto cada vez que se discutían cuestiones
morales o éticas. Pero cuando desde Roma se ordenó que los
sacerdotes no pudieran ocupar cargos políticos, Robert Drinan terminó
su período legislativo y no se postuló para su reelección. Un
periodista le preguntó si no había considerado la posibilidad de
desafiar la orden de no intervenir en política, y respondió:
“No, no; jamás podría hacer eso”. Algunos pensaron que cumplía
su voto de obediencia, que no se permitía pensar por sí mismo
cuando un superior le daba una orden, pero yo lo entendí de otra
manera. Para mí, lo que estaba diciendo era que él sabía quién
era, que el hecho de ser jesuita era la esencia de su identidad,
que todo lo demás —por grato que fuere— era secundario. No
estaba dispuesto a hacer nada que contradijera esa esencia. Si
hubiese intentado ser jesuita de a ratos y legislador en otros
momentos, habría perdido esa sensación de integridad que
sobreviene cuando uno es siempre la misma persona. Allí
residía el secreto de su fuerza. Como la fotografía que está
levemente fuera de foco, habría dos imágenes de él, separadas
una de la otra, de modo que jamás podríamos visualizarlo con
claridad.
Si tenemos esto en claro,
podemos avanzar desde las últimas preguntas que se hacía
Eclesiastés hasta el comienzo de la respuesta que halló.
Eclesiastés recurrió a la religión para que ésta lo ayudara a
dar un sentido perdurable a su vida. Pero como la religión de su
época exigía acatamiento en vez de autenticidad, no podía
volverlo un hombre íntegro. Podía hacerlo “bueno” en el sentido
de obediente, pero no era eso lo que él buscaba. Le pedía a Dios
algo más, y como no cejó en su propósito, al final lo encontró.