Día de la MADRE

Desde la Comunidad de la Medalla Milagrosa, un sencillo texto-regalo para todas las "madres", actuales y futuras, tomado del libro TRIUNFO (Michel Quoist).


Algunos hombres desprecian todavía a la mu­jer. Algunas mujeres lamentan su feminidad y reclaman una " misión" que es sólo una "misión" artificial de lo que ellas creen que constituye los privilegios del hombre. Si; hombres y mujeres son iguales en dignidad, pero diferentes y com­plementarios.
Es un hecho que el Mundo moderno es un mundo "masculino". La mujer no desempeña en él el papel que le correspondería. Necesita, por una parte, volver a hallar su originalidad con un despliegue de su feminidad: sin esto no puede per­feccionarse ni llenar su misión frente al hombre; necesita, además, ocupar su puesto en la cons­trucción del Mundo. Frente a la preponderancia exigente e invasora de la materia, a ella princi­palmente compete la responsabilidad de ser tes­timonio y madre de lo humano.
Para un cristiano hay igualdad absoluta en la dignidad del hombre y de la mujer:
uno y otra son criaturas de Dios,
uno y otra
fueron redimidas por Cristo,
uno y otra son hijos de Dios,
están llamados al mismo destino sobrenatural,
San Pablo nos dice: «... no hay ya judío ni griego, es­clavo ni hombre libre: no hay ya hombre o mujer, pues todos sois sólo una persona en Cristo-Jesús» (Gál 3, 28).
No puedes proclamar, sin distingos: la mujer en su casa y el hombre en la ciudad; puesto que al hombre y a la mujer dijo Dios: «Llenad la tierra y dominadla» (Génesis). Es a la pareja humana a quien dio el Creador el encargo de poblar el mundo y perfeccionar la creación. Por eso la mujer no puede que­dar descartada de ninguna actividad humana, en ninguno de sus aspectos.
Tú no puedes afirmar sin distingos: el hombre y la mujer son iguales, deben dedicarse indistintamente a las mismas tareas; puesto que Dios dijo a la mujer: «Tendrás hijos con dolor» y al hombre: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente».
El hombre y la mujer tienen la misma dignidad,
la misma tarea,
el mismo destino sobrenatural,
pero sus funciones son distintas y complementarias.
La mujer se siente más inclinada a acrecentar la
Huma­nidad,
El hombre más inclinado a construir la Humanidad.
La mujer se sitúa principalmente en el terreno de la Co­munidad,
El hombre en el terreno de la ciudad;
así lo revela su constitución física y psíquica, distinta una de otra, que manifiestan las intenciones de Dios sobre ellos.
¿Qué importa la semilla si no hay tierra que la reciba?
¿Qué importa el hombre si no hay mujer que le acoja?
¿Qué importa la mujer sí no hay hombre que la fecunde?
El hombre necesita de la mujer para completarse,
mantenga, pues, ella su rango de tal, y hágase cada día más mujer.
La mujer necesita del hombre para completarse,
mantenga, pues, él su rango de hombre y hágase cada día más hombre.
La muchacha «masculinizada», el muchacho «feminizado»
falsean las relaciones entre jóvenes,
desequilibran los hogares y hasta a veces los llevan al fracaso,
comprometen la recta construcción del mundo.
La mujer moderna que se «desnuda», se exhibe, se
en­trega, marca su decadencia desnaturalizándose.
Si la mujer quiere cumplir su misión debe ser «misterio» para el hombre.
Mujer, si sólo das al hombre un cuerpo, no podrás satis­facerle plenamente, no podrás ser amada, puesto que la ne­cesidad que el hombre siente de tu cuerpo es indicio sensible de la necesidad que siente de tu alma.
Si entregas tu alma, desarrollarás al hombre y te acerca­rás al amor auténtico. Pero el hombre reclama más, necesita conocer por ti la confesión de la impotencia humana: «No puedo dártelo todo»; puesto que además de tu cuerpo,
ade­más de tu alma, el hombre necesita lo infinito de Dios.
En Cristo y por Cristo la mujer puede cumplir definiti­vamente su misión dándolo todo al hombre y al Mundo.
Bajo una forma u otra, la mujer ha de unirse siempre con el hombre;
uno y otra no pueden completarse,
ni la vida puede florecer,
sin la misión y la cooperación de uno y otra, en el hogar, en la sociedad, en la Iglesia.
Física o espiritualmente, la mujer debe siempre dar la vida. Su profunda misión es ser madre.
La virginidad no es un límite, puesto que la fecundidad del espíritu es superior a la de la carne.
Espiritualmente, la mujer debe ser siempre virgen, sin tener nada para sí, sin conservar nada para sí, pura
hospi­talidad y don total de la vida.
El niño educado con la ausencia del padre o de la madre queda irremediablemente marcado, pero sufre más la ausen­cia de la madre que la del padre.
El Mundo moderno ha sido construido sin la mujer. Ha sufrido la ausencia de la madre. Es inhumano.
El adolescente descubre que es «alguien» independientemente de los otros,
El adulto que es alguien entre los otros.
La mujer, tras haber descubierto que es alguien para el hombre, ha de descubrir que es alguien para el mundo. Es la edad adulta de su evolución, su «misión».
Lo que la mujer es para el hombre en la construcción del hogar, lo ha de ser para la sociedad en la construcción del mundo.
La mujer es toda cobijo: cobijo del hombre, cobijo del niño, cobijo en el hogar.
En el mundo debe ser la que se acuerda de los hombres, la que presta atención a los hombres, la que escucha sus
as­piraciones profundas, más allá de los cuerpos que ha de nutrir.
La mujer está hecha para la entrega y la redención: se entrega al hombre, se entrega al niño, y su amor está presto a todos los sacrificios con tal de redimir y salvar a quien se pierde.
Ella debe, en el mundo de la eficacia material y también en el de la injusticia y la crueldad, ser testimonio del poder de la ofrenda y del amor redentor.
La mujer está hecha para «llevar» y dar vida. Ella lleva el don del hombre, el hijo, y sólo llega a su logro pleno en la maternidad.
Ella debe en el mundo actual, reino de la materia todo poderosa, llevar y engendrar «lo humano».
La mujer es
para el hombre orgulloso, recuerdo incesante de su imperfección,
para el hombre egoísta, invitación constante a supe­rarse.
Ella debe recordar al mundo que sería monstruoso si des­deñara el alma humana y que ni el espíritu mismo podría completarlo si no se acoge al divino.
El hombre ha de «casarse» con las ideas de la mujer, con sus intuiciones, su dulzura, su gracia, su poder de
adapta­ción... etc.
para «dar vida» a las organizaciones, a las leyes, a los reglamentos... humanos,
y «educar» un mundo en el que los hombres puedan
desarrollarse y cumplir su destino sobrenatural.
La misión de la mujer,
está en hacerse consciente de su responsabilidad en la construcción del Mundo,
en aceptar estar presente en él y desempeñar en él su papel, acomodado a todos los planes, económicos, políticos, sociales, desde la célula más insignificante a las más extensas agrupaciones
De esta manera se perfeccionará el Mundo, cuyo cuidado Dios —desde un principio— hizo el honor de confiar «a la pareja humana».

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