Camino de vida 464

Necochea, 15 de junio de 2017

El maná y el pan de vida
Fiesta del Corpus Christi. Ciclo A – José Luis Sicre
Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447, cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino.
Sin embargo, las lecturas del ciclo A conceden más importancia al tema de la vida, con el que es fácil sintonizar en un mundo de guerras y atentados como el que vivimos. El evangelio de hoy comienza y termina con las mismas palabras: «el que coma de este pan vivirá para siempre». Y en medio: «el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día».
Sobrevivir y vivir eternamente
El 1 de junio de 2009, el vuelo 447 de Air France entre Rio de Janeiro y París desapareció en mitad de la noche con 216 pasajeros y 12 tripulantes. Se salvó un matrimonio, no recuerdo si porque llegó tarde al embarque o por un cambio de última hora. Pero ese matrimonio se hizo famoso porque murió en un accidente de automóvil pocos días después. La supervivencia a un accidente, a un ataque terrorista, a una calamidad, no garantiza vivir eternamente.
Mucha gente acepta la muerte con resignación o fatalismo. Otros se rebelan contra ella, como Unamuno: «Con razón, sin razón, o contra ella, no me da la gana de morirme». El cuarto evangelio también se rebela contra la muerte. Comienza afirmando que en la Palabra de Dios «había vida». Y ha venido al mundo para que nosotros participemos de esa vida eterna.
Para expresar el contraste entre “supervivencia” y “vida eterna” las lecturas de hoy contrastan el maná con el alimento que nos ofrece Jesús. El Deuteronomio (1ª lectura) habla del maná como de un alimento sorprendente, novedoso, «que no conocías tú ni conocieron tus padres». Pero no se detiene, como hace el libro del Éxodo, en sus cualidades sorprendentes y su carácter milagroso. Es un alimento de pura supervivencia, que no garantiza la inmortalidad. En el evangelio, las palabras de Jesús subrayan este aspecto: el pan que comieron vuestros padres no los libró de la muerte. En cambio, el alimento que da Jesús, su cuerpo y su sangre, sí garantiza la vida eterna: «yo lo resucitaré en el último día». Estas palabras, tomadas del largo discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, anticipan la resurrección de Lázaro y el destino de todos nosotros.
Inmortalidad y vida eterna
Sin embargo, el alimento que ofrece Jesús no se limita a garantizar la inmortalidad. Tiene también valor para el presente. «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él». Este es el sentido que tiene a veces el término «vida eterna» en el cuarto evangelio. No es vida de ultratumba, sino vida aquí y ahora, en una dimensión distinta, gracias al contacto íntimo, misterioso, con Jesús.
Unión con Jesús y unión con los hermanos
La idea de que, al comulgar, Jesús habita en nosotros y nosotros en él, corre el peligro de interpretarse de forma muy individualista. La lectura de Pablo a los corintios ayuda a evitar ese error. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo no es algo que nos aísla. Al contrario, es precisamente lo que nos une, «porque comemos todos del mismo pan».  
CORPUS (A) – Fray Marcos
(Dt 8,2-3.14-16) para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de...
(1 cor 10,16-17) El pan que partimos, ¿no nos une en el cuerpo de Cristo?
(Jn 6,51-59) El que come de este pan vivirá para siempre.
Ágape, sacramento de unidad, signo de amor. Reducirlo a la comunión o a la adoración del pan consagrado es devaluarlo absolutamente.
La eucaristía es una realidad muy profunda y compleja, que forma parte de la más antigua tradición. Tal vez sea la realidad cristiana más compleja y difícil de comprender y de explicar. Podíamos considerarla como acción de gracias (eucaristía), Sacrificio, Presencia, Recuerdo (anamnesis), alimento, fiesta, unidad. Tiene tantos aspectos que es imposible abarcarlos todos en una homilía. Podemos quedarnos en la superficialidad del rito y perder así su verdadera riqueza. Lo que vamos a hacer es intentar superar muchas visiones raquíticas o erróneas sobre este sacramento.
1º.- La eucaristía no es magia. Claro que ningún cristiano aceptaría que al celebrar una eucaristía estamos haciendo magia. Pero si leemos la definición de magia de cualquier diccionario, descubriremos que le viene como anillo al dedo a lo que la inmensa mayoría de los cristianos pensamos de la eucaristía: Una persona revestida con ropajes especiales e investida de poderes divinos, realizando unos gestos y pronunciando unas palabras “mágicas”, obliga a Dios a producir un cambio sustancial en una realidad material. Cuando se piensa que en la consagración se produce un milagro, estamos hablando de magia.
2º.- No debemos confundir la eucaristía con la comunión. La comunión es solo la última parte del rito y tiene que estar siempre referida a la celebración de una eucaristía. Tanto la eucaristía sin comunión, como la comunión sin referencia a la eucaristía dejan al sacramento incompleto. Ir a misa y dejar de comulgar, es sencillamente un absurdo. Ir a misa con el único fin de comulgar, sin ninguna referencia a lo que significa el sacramento, es un autoengaño. Esta distinción entre eucaristía y comunión explica la diferencia de lenguaje entre los sinópticos y Jn en el discurso del pan de vida. Jn hace referencia al alimento, pero alimentarse lo identifica con, “el que cree en mí, el que viene a mí”.
3º.- En las palabras de la consagración, “cuerpo” no significa cuerpo; “sangre” no significa sangre. No se trata del sacramento de la carne y de la sangre físicas de Cristo. En la antropología judía, el hombre es una unidad indivisible, pero podemos descubrir en él cuatro aspectos: Hombre-carne, hombre-cuerpo, hombre-alma, hombre-espíritu. Hombre-cuerpo era el ser humano en cuanto sujeto de relaciones. Al decir: esto es mi cuerpo, está diciendo: esto soy yo, esto es mi persona. Para los judíos la sangre era la vida. No era solo símbolo de la vida. Era la vida misma. Cuando Jesús dice: “esto es mi sangre, que se derrama”, está diciendo que toda su vida está entregada a los demás.
4º.- La eucaristía no la celebra el sacerdote, sino la comunidad. El cura puede decir misa. Solo la comunidad puede hacer presente el don de sí mismo que Jesús significó en la última cena y que es lo que significa el sacramento. Es el sacramento del amor. No puede haber signo de amor en ausencia del otro. Por eso dice Mt: “donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. El clericalismo que otorga a los sacerdotes un poder divino para hacer un milagro, no tiene ningún apoyo en la Escritura.
5º.- La comunión no es un premio para los buenos “que están en gracia”, sino un remedio para los desgraciados que necesitamos descubrir el amor gratuito de Dios. Solo si me siento pecador estoy necesitado de celebrar el sacramento. Cuando más necesitamos el signo del amor de Dios es cuando nos sentimos separados de Él. Hemos llegado al absurdo de dejar de comulgar cuando más lo necesitábamos.
6º.- La realidad significada en el pan y el vino no es Jesús en sí mismo, sino Jesús como don. El don de sí mismo que ha manifestado durante toda su vida y que le ha llevado a su plenitud, identificándole con el Padre. Ese es el significado que yo tengo que descubrir. La eucaristía no es un producto más de consumo que me proporciona seguridades. Podemos oír misa sin que nos obligue a nada, pero no podemos celebrar la eucaristía impunemente. No se puede salir de misa como si no hubiera pasado nada. Si la celebración no cambia mi vida en nada, es que la he reducido a simple rito folclórico.
7º.- Haced esto, no se refiere a que perpetuemos un acto de culto. Jesús no dio importancia al culto. Jesús quiso decir que recordáramos el significado de lo que acaba de hacer. Esto soy yo que me parto y me reparto, que me dejo comer. Haced también vosotros esto. Entregad la propia vida a los demás como he hecho yo.
8ª.- Los signos de la eucaristía no son el pan y el vino, sino el pan partido y el vino derramado. Durante siglos, se llamó a la eucaristía “la fracción del pan”. No se trata del pan como cosa, sino del gesto de partir y comer. Al partirse y dejarse comer, Jesús está haciendo presente a Dios, porque Dios es don infinito, entrega total a todos y siempre. Esto tenéis que ser vosotros. Si queréis ser cristianos tenéis que partiros, repartiros, dejaros comer, triturar, asimilar, desapare­cer en beneficio de los demás. Una comunión sin este compromi­so es una farsa, un garabato, como todo signo que no signifique nada.
Todavía es más tajante el signo del vino. Cuando Jesús dice: esto es mi sangre, está diciendo esta es mi vida que se está derramando, consumiendo, en beneficio de todos. Eso que los judíos tenían por la cosa más horrorosa, apropiarse de la vida (la sangre) de otro, eso es lo que pretende Jesús. Tenéis que hacer vuestra, mi propia vida. Nuestra vida solo será cristiana si se derrama, si se consume, en beneficio de los demás.
Celebrar la Eucaristía es comprometerse a ser para los demás. Todas las estructu­ras que están basadas en el interés personal o de grupo, no son cristianas. Una celebración de la Eucaristía compatible con nuestros egoísmos, con nuestro desprecio por los demás, con nuestros odios y rivalidades, con nuestros complejos de superioridad, sean personales o grupales, no tiene nada que ver con lo que Jesús quiso expresar en la última cena.
La eucaristía es un sacramento. Y los sacramentos ni son milagros ni son magia. Se produce un sacramento cuando el signo (algo que entra por los sentidos) nos conecta con una realidad trascendente que no podemos ver ni oír ni tocar. Esa realidad significada, es lo que nos debe interesar. La hacemos presente por medio del signo. No se puede hacer presente de otra manera. Las realidades trascendentes, ni se crean ni se destruyen; ni se traen ni se llevan; ni se ponen ni se quitan. Están siempre ahí. Son inmutables y eternas.
El ser humano no tiene que liberar o salvar su "ego", a partir de ejercicios de piedad sino liberarse del "ego", que es precisamente lo contrario. Solo cuando hayamos descubierto nuestro verdadero ser, descubriremos la falsedad de nuestro yo individual y egoísta que se cree independiente. Estamos hablando del sacramento del amor, del sacramento de la unidad. Si la celebración de la eucaristía no nos lleva a esa unidad, significa que es falsa.

Meditación

No se trata solo de comer, sino de asimilar lo comido.
Si como sin asimilar, se producirá indigestión.
Si comulgo y no me identifico con lo que fue Jesús, me engaño.
Si no llego a lo significado, no hay sacramento que valga.
Realizado el signo, que entra por los sentidos,
queda por hacer lo importante: descubrir y vivir lo significado.
La verdadera comunión no está en el signo
sino en vivir la unidad con Dios y con los demás, como hizo Jesús

ESTANCADOS – J. A. Pagola
El papa Francisco está repitiendo que los miedos, las dudas, la falta de audacia... pueden impedir de raíz impulsar la renovación que necesita hoy la Iglesia. En su Exhortación La alegría del Evangelio llega a decir que, si quedamos paralizados por el miedo, una vez más podemos quedarnos simplemente en «espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia».
Sus palabras hacen pensar. ¿Qué podemos percibir entre nosotros? ¿Nos estamos movilizando para reavivar la fe de nuestras comunidades cristianas o seguimos instalados en ese «estancamiento infecundo» del que habla Francisco? ¿Dónde podemos encontrar fuerzas para reaccionar?
Una de las grandes aportaciones del Concilio Vaticano II fue impulsar el paso desde la «misa», entendida como una obligación individual para cumplir un precepto sagrado, a la «eucaristía» vivida como celebración gozosa de toda la comunidad para alimentar su fe, crecer en fraternidad y reavivar su esperanza en Jesucristo resucitado.
Sin duda, a lo largo de estos años hemos dado pasos muy importantes. Quedan muy lejos aquellas misas celebradas en latín en las que el sacerdote «decía» la misa y el pueblo cristiano venía a «oír» la misa o a «asistir» a la celebración. Pero, ¿no estamos celebrando la eucaristía de manera rutinaria y aburrida?
Hay un hecho innegable. La gente se está alejando de manera imparable de la práctica dominical, porque no encuentra en nuestras celebraciones el clima, la palabra clara, el rito expresivo, la acogida estimulante que necesita para alimentar su fe débil y vacilante.
Sin duda, todos, presbíteros y laicos, nos hemos de preguntar qué estamos haciendo para que la eucaristía sea, como quiere el Concilio, «centro y cumbre de toda la vida cristiana». ¿Cómo permanece tan callada e inmóvil la jerarquía? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra preocupación y nuestro dolor con más fuerza?
El problema es grave. ¿Hemos de seguir «estancados» en un modo de celebración eucarística tan poco atractivo para los hombres y mujeres de hoy? ¿Es esta liturgia que venimos repitiendo desde hace siglos la que mejor puede ayudarnos a actualizar aquella cena memorable de Jesús donde se concentra de modo admirable el núcleo de nuestra fe?
El que coma de este pan, vivirá para siempre…
Dolores Aleixandre
Recuerdo una devota costumbre que me inculcaron de niña que se llamaba "hacer una comunión espiritual": consistía en mandar el corazón al sagrario (se recomendaba mucho hacerlo en los viajes al ver un campanario) y desear recibir a Jesús espiritual­mente ya que no podía hacerse sacramen­talmente.
A la hora de escuchar la expresión evangélica “comer de este pan”, se me ocurre un ejercicio parecido que nos permita sondear la verdad de nuestras “disposiciones eucarísticas”: consistiría en abrir el Evangelio por donde nos salga y cuando leamos, por ej.: "El que quiera ser el mayor entre vosotros que sea vuestro servidor" (Mt 23,12); "No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (Mt 18,22); "Me dan compasión estas gen­tes, dadles vosotros de comer"(Mc 6,34.37 ); "No atesoréis tesoros en la tierra"(Mt 6,19); "Las prostitutas os precederán"(Mt 21,31) "Prestad sin esperar nada a cam­bio"(Lc 6,35)..., hacer el gesto interior de "tragarnos" eso, de comulgar con ello, de desear, al menos, irnos poniendo de acuerdo con Jesús, creciendo en afinidad con él, pidiendo al Padre, con la pobreza de quien se siente incapaz desde sus fuerzas, que nos haga ir teniendo "parte con él" (cf.Jn 13,8), con las consecuencias de que sea el "Primogé­nito de una multitud de hermanos..."
Esto de “tragar” es un verbo un poco áspero pero tiene la ventaja de ser familiar en nuestro vocabulario: "no trago a tal persona", "ese disgusto aún no me lo he tragado...", "todavía lo tengo aquí "(y señalamos la garganta). Nos es fácil sacar la lengua o poner la mano para comulgar y tragarnos el Pan y luego volver a nuestro sitio con recogimiento y dar gracias lo mejor que podemos.
Pero, de vez en cuando, tendríamos que cambiar la expresión "comulgar" por la de "tragarnos a Jesús" para caer un poco más en la cuenta de lo que significaría "tragarnos" su mentalidad (es el "cambiad de mentalidad" de Mc 1,15, o el "tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús de Fil 2,5), sus preferen­cias, sus opciones, su estilo de vida, su extraña manera de vivir, de pensar y de actuar.
Porque la forma de comer de la que habla el evangelio de hoy expresa una forma de vivir. Hacemos memoria de Jesús para seguir haciendo lo que él hizo: "partirse la vida", "vaciarse hasta la muerte", según la expresión del cuarto canto del Siervo (Is 53,12). De esa memoria nace nuestra fraternidad y sólo se "reconoce a Jesús al partir el Pan" cuando el estilo de vida que él expresó en su entrega se hace presen­te, aunque sea germinalmente, en los que pretendemos seguirle.

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